Pepe Haro.- En esta frase se puede sintetizar lo que nos dijo el Rey en su discurso navideño. No me voy a detener en lo que no contó en relación a las oscuras circunstancias que motivaron la extraña fuga de su progenitor. Pues bien, respecto de la disociación que marcó en relación a la trayectoria de Juan Carlos I, hay dos problemillas. En primer lugar, Felipe tuvo que ser conocedor de las irregularidades financieras del anterior Jefe de Estado. Al menos desde 2014, cuando asume la condición de monarca y tiene la obligación de vigilar los actos de todos y cada uno de los miembros de la Casa Real. Y, en todo caso, desde 2019, cuando se le notifica que es beneficiario de una serie de sociedades, marcadas por irregularidades fiscales y financieras, cuya titularidad corresponde al emérito. No es hasta Marzo de 2020, un año después y tras publicarlo la prensa británica, cuando hace pública esa situación, renunciando a esa herencia envenenada que pudiera corresponderle. En segundo lugar, esa reivindicación ética que se atribuyó el monarca en su mensaje a los españoles, tiene que verse acompañada de los cambios institucionales que acaben con la impunidad de la Corona(que no con su inviolabilidad) y posibiliten una total transparencia sobre su patrimonio. No basta con afirmar que se va a ser honrado: hay que habilitar los mecanismos de control que garanticen esa honestidad, porque una mala tentación puede hacer caer hasta al más íntegro de los individuos. En definitiva, si la monarquía sigue instalada en la opacidad y en la impunidad ante cualquier acto delictivo que pudiera perpetrar, Felipe VI será más de lo mismo, marcando una línea de continuidad histórica con lo que representó el reinado de su padre. Y eso, a quien primero no interesa, es a los monárquicos convencidos. El problema es que en este país, más que monárquicos, tenemos cortesanos pelotas.