Le miau noir.-Nos encontramos en el emblemático Café Comercial a la hora del segundo café de la mañana. En el local no cabe un alfiler. De pronto queda libre una mesa al fondo, en un rincón, detrás de las columnas. El espacio, la luz, la mesa… todo está dispuesto. En el silencio de la espera se escuchan golpes de cucharas contra tazas, guerras de tenedores y cuchillos. La gente habla y ríe. Reina un ruidoso murmullo en un abarrotado café castizo y literario, ambiente fiel de la capital de un día entre diario. Luis García Montero llega puntual.
Con más de cuarenta años al son de la poesía, el escritor granadino acaba de publicar un nuevo poemario después de seis años de silencio. Un libro que habla de los momentos que a veces sacan lo peor de nosotros mismos, y también de la búsqueda de los pequeños atisbos de esperanza para volver a la luz.
Nos sentamos y pide un café que nunca llega. Un Luis García Montero calmado y alegre me mira sonriendo a la espera de la batería de preguntas. El ruido desaparece, los papeles con anotaciones también. Quedamos el poeta granadino y yo, a puerta cerrada.
A puerta cerrada, ¿se refiere a esos sentimientos que viven en uno mismo, en la habitación y en la privacidad, o a ese sitio del que no puedes salir?
A puerta cerrada es un título que para mí se carga de significación porque establece una dinámica de pensamiento donde está en juego la relación entre la intimidad, lo privado y lo público, que es lo que separa una puerta. Y en ese sentido, A puerta cerrada establece, en primer lugar, una llamada al ejercicio de conciencia.
Yo me encierro conmigo mismo a hacer un ejercicio de conciencia, pero ese ejercicio de conciencia inevitablemente se convierte en un diálogo con lo que queda al otro lado de la puerta. Es una manera de estar en mi propia identidad y mis propios pensamientos pero al mismo tiempo esa identidad no es sino un diálogo con lo que ocurre en la calle, fuera, al otro lado de la puerta. Y es, a mi modo de ver, una geografía que encarna la conciencia poética.
Ser consciente, cuando uno está dialogando con la propia identidad, del compromiso con lo social y con las repercusiones públicas de esa intimidad, y ser consciente cuando uno está en lo público y lo social del compromiso con la propia conciencia y la propia intimidad.
¿Qué ventajas y qué inconvenientes le has encontrado a dedicarle seis años a la preparación de A puerta cerrada?
Una cosa que siempre me gusta decir es que la paciencia es una virtud para las personas mayores que se dedican al arte, la literatura. Yo creo que la impaciencia es necesaria en la juventud: uno está buscando su propio mundo, su propia voz, y hace falta escribir, romper, buscar… cuando se llevan cuarenta años dedicados a escribir poesía, y uno ya ha encontrado su voz, el peligro es repetirse.
Eso no significa que uno deje de escribir, significa que los proyectos van más lentamente y que uno busca otras cosas. Antonio Machado utilizaba una metáfora hermosa: “a cierta edad, la poesía es una barca que está esperando en la orilla a que suba la marea”. Entonces, hay que ser paciente y esperar. Por otro lado, mi amigo Benjamín Prado siempre dice que cuando uno acaba un poema no sabe si va a escribir otro, que puede ser el último.
Nosotros siempre estamos con esa inquietud, tal vez pueda ser el último si no tengo otra cosa realmente seria que decir. Y en ese sentido, yo soy un poco supersticioso, y cuando publico un libro me gusta ya haber escrito dos o tres de un posible libro nuevo. Entonces yo a principios de 2011, cuando publiqué el libro anterior (Un invierno propio), ya tenía algunos poemas de este libro que ha aparecido a finales de 2017. Han sido seis años dedicados a un libro, pero a veces la poesía lo exige.
¿Se arrepiente uno de haber escrito y publicado tan deprisa, como comentabas que se suele hacer de joven?
Cada época tiene su tiempo y cada día tiene también su sentimiento. Hay veces que me levanto un día y leo los poemas que escribía hace treinta años y no me reconozco en absoluto, pero no porque me gusten muy poco, incluso pienso “¡joé, qué bien escribía yo entonces, lástima, qué energía he perdido ahora!” (Risas)
O sea que a veces no me gusta nada y a veces me gustaría escribir así, como escribía antes, así que depende de los estados de ánimo. Pero yo creo que no hay que tener prisa para publicar y que uno debe publicar cuando ya considere que su libro merece la pena. Hay que ir lentamente y publicar lentamente, cuando uno está seguro de que eso es más o menos lo que quiere decir.
Y después, inevitablemente, van pasando los años y, de acuerdo a la edad, se va matizando el propio proyecto poético y te sientes más cerca de lo último que has escrito que de lo primero, aunque a veces, como te digo, uno se encuentra con un poema y dice ¡uy, entonces escribía mucho mejor que ahora!
¿Has tenido en estos seis años algún momento de crisis, de enfrentarte al cuaderno vacío y decir… “es que no sé qué decir, no tengo nada que contar”?
Bueno, la poesía tiene horarios que no son de oficina. La verdad es que, por lo menos, me siento con mi cuaderno a escribir cuando tengo algo que decir. Lo que nunca me he sentado es sin tener que decir nada, porque pueden pasar los días hasta que de pronto descubres una imagen, una emoción, una historia que te apetece convertir en poema, y entonces empiezas a trabajar en ella en la cabeza, y cuando la tienes más o menos perfilada es cuando te sientas a escribir.
Lo que sí es normal es que a veces no te salgan las cosas, o no estés de acuerdo, o dejes dormir el poema y lo recuperes tiempo después, o lo rechaces como un proyecto con el que no te has identificado. Por los cuadernos van quedando huellas que bien se utilizan después o se quedan ahí, en el olvido.
Pero sí hablas en A puerta cerrada de distintas crisis.
Sí, hay en este libro distintas perspectivas para abordar el tema de la crisis. Una de ellas es la propia poesía, pero depende de otras y muy diversas. Por una parte el paso del tiempo, yo voy a cumplir sesenta años, que ya es una edad donde uno empieza a sentirse viejo, a veces las rodillas me molestan, si cojo alguna copa de más por la noche, por la mañana no estoy en condiciones…bueno, uno tiene que cuidarse en el sentido de que el cuerpo empieza a fallar. Pero es que a parte del tiempo, también pasa la historia, que son dos cosas distintas.
Yo soy consciente de que el país en el que vivo ya no es el país en el que yo nací, que la educación sentimental de mis hijos ya no es mi educación sentimental, que hay muchos valores que yo consideraba fundamentales y que se han perdido, y otros valores que me parecían fatales y se han convertido en una cosa normal. A parte de los cambios generacionales, la transformación generada por el mundo de las telecomunicaciones y el mundo digital han profundizado mucho los cambios, entonces, aparte del tiempo, pasa la historia.
Por una parte, uno siente que el mundo al que pertenece va desapareciendo y al mismo tiempo siente el peligro de convertirse en un viejo cascarrabias egoísta creyendo que los jóvenes no tienen derecho a tener su mundo: claro que tienen derecho. Uno no puede parar la historia. Y todo eso lleva un diálogo con uno mismo.
Después ha habido crisis relacionadas con el paso del tiempo y de la historia porque nuestra experiencia nos ha demostrado que vivimos en un proceso de degradación democrática muy fuerte. Se habla de posdemocracia y posverdad porque hay poderosísimos medios de control de las conciencias, de manipulación, de creación de indignaciones que son fácilmente toreables…y hay una situación de crisis económica tremenda, que es otro factor, y es muy posible que a la gente que está sufriendo la crisis se le cree una indignación que no acaban pagando las élites económicas que la provocan, sino la gente más desfavorecida, los emigrantes.
Y puede haber unas reacciones de racismo tan fuertes como las que hay en EEUU o Francia con Le Pen, en Alemania con el surgimiento del nazismo, o en Inglaterra con el Brexit… de pronto la indignación puede convertirse en un arma en favor de los poderosos. Todo eso se va conjuntando y desemboco en tu planteamiento inicial: cuando se juntan estas crisis, uno que es poeta y vive de las palabras, se plantea ¿sirven las palabras y el lenguaje de algo? ¿La relación desde la poesía con la realidad sirve de algo?
Pues bueno, para mí, una de las ventanas que ha abierto un poco de luz a mi puerta cerrada es la confianza en la poesía y las palabras, es uno de esos territorios en los que yo no quiero renunciar y en los que yo me apoyo para seguir negociando a puerta cerrada con mis crisis.
En el libro aparece la figura del lobo, ¿qué es lo que tú has puesto en esa imagen del lobo?
El lobo es una imagen ambivalente. Es el personaje que aparece en el libro para que proyecte mis momentos de indignación, mis momentos de cólera, mis momentos de impulsos, que tiene cualquier persona. Es ambivalente porque por una parte la indignación desmedida puede hacerte injusto y manipulable, pero al mismo tiempo esa manera de sentir tan radicalmente es también un símbolo de que uno sigue implicado con las cosas, no cae en el cinismo, que para mí es una de las enfermedades de la cultura neoliberal: todo da igual, nada importa.
Si uno se indigna es porque le siguen importando las cosas. Lo que hace falta es no caer en ataques de cólera, sino intentar mirar serenamente las razones de esa cólera. El título del libro se lo pedí prestado a Sartre, el filósofo existencialista, de una obra de teatro en la que los personajes descubren que están muertos y están en el infierno, y uno de ellos dice esa famosa frase de “el infierno son los otros”. Bueno, yo en seguida me acordé de una frase de Hobbes, el filósofo empirista inglés, “el hombre es un lobo para el hombre”, que es una formulación distinta, pero en relación con la otra.
Como se trata de poesía y de hacer ejercicios de conocimiento, en seguida hay que dar un paso más: el infierno son los otros, entonces yo soy el infierno, porque las cosas las interiorizamos. Y no se trata de dar sermones y creer que los demás son tontos e injustos y uno es inocente y listo, sino se trata de analizar qué hay en ese conflicto. Y el poeta lo analiza desde su propio interior y desde su propia relación con la realidad.
Esta imagen del lobo, unido al trabajo de 6 años en este libro que coinciden con 6 años duros de la crisis económica que comentabas, ¿podría corresponderse, no solo con la indignación y el cólera de uno mismo, sino con el de la sociedad?
Sí, evidentemente. Vivimos en una sociedad muy injusta en la que dominan tendencias que a mí me parecen graves: una tendencia a la desigualdad. El lobo, entre otras cosas, surge porque se está imponiendo otra vez la ley del más fuerte. El neoliberalismo, por mucho que se quiera enmascarar de otras cosas, es el regreso a la ley del más fuerte. Quien tiene el poder es la élite económica, el Estado con su capacidad de regulación, distribución, producción de igualdad se desmantela y dejamos que las élites sigan ganando más dinero a costa de que se empobrezcan las mayorías. Por muchos debates que se quieran plantear, la realidad de los hechos está ahí: cada vez hay más desigualdad entre los que más tienen y los que menos tienen, cada vez el trabajo va a niveles más precarios, con sueldos más precarios y condiciones de vida más precarias, y eso además lo va devorando todo.
Yo lo vivo en la universidad: la brecha generacional es muy fuerte porque la gente joven que entra al departamento tienen unas condiciones muy difíciles, de explotación: tienen que hacer su currículum, trabajar, pero de becarios, cobrando una miseria, sin seguridad ninguna y dando clases por un tubo; y se les acaba la beca, y lo siento, si te vi, no me acuerdo. Hay hasta contratos que para hacer méritos te permiten trabajar sin cobrar, encima como si te estuvieran haciendo un favor. Y bueno hay figuras de contratos que son maneras de enmascarar precariedad, y eso es muy grave. Por una parte está ese tipo de crisis. Y por otra parte está una cultura que tiende a mercantilizarlo todo. Todo es mercancía, pero todo.
El trabajo es mercancía porque es explotación de los trabajadores, pero piensa en el debate que se ha abierto sobre la maternidad subrogada, es que se convierte a la mujer en una mercancía para que los señoritos ricos que no pueden tener hijos le compren nueve meses de su vida para poder tenerlos. Porque no van a ir ellos a un sitio a pedir que les faciliten la adopción. Y dicen “bueno es que la mujer es libre”, bueno pues la realidad es que no lo es. La defensa de la prostitución como un gesto de libertad, bueno, volvemos a lo de siempre: la libertad de la gente para vivir debajo de un puente, ¿pero acaso es libre un mendigo para vivir debajo de un puente?
Todo se está mercantilizando, hasta factores culturales como el tiempo y la historia. El tiempo se ha convertido en un objeto de usar y tirar, el consumo sacraliza el instante, que es el momento del consumo, la formación del pensamiento sacraliza el instante, que es la noticia, dentro de una aceleración y un vértigo donde al día siguiente se ha olvidado lo de hoy. ¿Qué ocurre con eso? Una llamada a borrar la memoria desde el instante y a romper el compromiso con el futuro desde el instante.
Como decía Berger, la mejor manera de cancelar el futuro es borrar el compromiso con el pasado. Se mercantiliza el tiempo como un objeto de usar y tirar, y, en ese sentido, yo creo que la poesía puede significar para la gente que apostemos por ella en la época de la posverdad, un alegato contra la mercantilización del tiempo, del cuerpo, del trabajo…contra la generación de desigualdad.
Y en ese sentido, este sistema del que hablamos, ¿afecta a los valores de la gente?
Fíjate que son dinámicas que genera la propia experiencia: si tú conviertes la realidad en una competición a muerte, pues la gente se educa en el egoísmo. Si tú educas a la gente en la fragilidad del trabajo, la educas en la solidaridad. Las luchas colectivas se disuelven cuando tú sabes que alguien sin problemas puede echarte de tu trabajo sin ningún tipo de castigo y hay 100 que están añorando ocupar el puesto de trabajo que tú dejas, ¿cómo vas a protestar? Muchas veces se critica el mal comportamiento de los sindicatos y no nos damos cuenta de que es la realidad que generan las élites económicas la que hace muy difícil crear esa ilusión colectiva. Esa desigualdad existe, y ahí realmente es donde actúa nuestra responsabilidad.
La ideología neoliberal provoca la desigualdad y provoca el utilizar a los demás como objetos de usar y tirar, aprovecharse del otro, faltarle el respeto. Ahí es donde hay que reivindicar el poder de la lectura y de la poesía, como dice Martha Nussbaum, la pedagoga y filósofa norteamericana en Sin fines de lucro.
La literatura y la poesía educan nuestra imaginación moral. Hay cosas que deberían estar al margen del conflicto, y eso solo se consigue en el territorio de una educación sentimental. Eso es la literatura, es un ejercicio muy hospitalario, que tanto al escribir como al leer nos invita a ponernos en el lugar del otro. El que escribe crea efectos, y el que lo lee recibe esos efectos.
La lectura es un ejercicio que te ayuda a entender que los otros no son un objeto de usar y tirar, que no son mercancía. Por eso creo que es una buena respuesta a la época de la mercantilización y de la posverdad la reivindicación de la poesía, y, de alguna manera, siento que cuando la gente acude a la poesía para colgarla en Facebook, para saludar en Twitter o para felicitar el fin de año, o cuando aparecen ahora páginas y blogs de poesía en medio de la tecnología, hay un intento de buscar también ese lado de humanidad y dignidad en el futuro en el mundo de la comunicación, de lanzar dignidad humana en medio de este diálogo que se ha establecido entre lo privado y lo público.
Con respecto a la juventud que escribe poesía, es una poesía que se está distanciando de la más clásica. Te pregunto por tu opinión como profesor de literatura y como lingüista, ¿cómo ves tú lo de introducir palabrotas en el poema, o no poner mayúsculas al comienzo de las frases?
Entre la gente joven hay, como en todo, gente con más y menos talento, gente que se toma la poesía más en serio o menos en serio, gente que se cree Adán, que lo está descubriendo todo. Y tan peligroso es ser un viejo cascarrabias y creer que los jóvenes son tontos, como creer que uno lo está inventando todo y que no tiene nada que ver con los mayores.
En ese sentido, lo de utilizar palabrotas en los poemas es muy viejo, al igual que no poner puntos o mayúsculas, son juegos viejos también, y son esos juegos típicos que parecen muy novedosos al principio y que después se lo lleva el viento porque aportan poco a la innovación y a la verdadera transformación literaria.
Yo creo que los jóvenes tienen que escribir, sin más remedio, en el mundo en el que viven y en la educación en la que viven, porque la poesía siempre ha estado pegada a la vida, y el impacto de las nuevas tecnologías es tan profundo que es impensable que no afecte a la poesía. Y afectará, como todas las cosas, de forma buena o mala según el talento de la gente.
Yo de lo que estoy convencido es de que hay muchos jóvenes con mucho talento, y estoy convencido de que son jóvenes poco Adanes, y cuando hablan de su poesía les gusta hablar con admiración de sus maestros para seguir desde su novedad con la tradición. Y es gente que se habrá tomado en serio como lector y se habrá formado en escritores que tienen que ver con la utilización de tacos, como en Bukowski o en el realismo sucio, a veces en el juego de las mayúsculas y minúsculas como en las vanguardias, o a veces, simplemente, en la poesía que medita sobre el amor, la muerte, la soledad, que veo también domina mucho entre los jóvenes esa forma de hablar sin mucha máscara de su propia intimidad intentando buscarle sentido.
¿Se abusa del dolor en muchas ocasiones para buscar la poesía?
Yo como poeta tengo el hábito de ponerme siempre al otro lado de la frontera a la hora de opinar sobre las cosas, tomar conciencia del lado desde el que estoy opinando. Por lo que tú me preguntas, yo escribí un libro en el año 1998 que se llama Completamente Viernes, que es una reivindicación de la felicidad, porque la tradición de la queja romántica se estaba convirtiendo en una excusa para la renuncia, para todo estar mal, y se estaban olvidando las cosas que le dan energía a la vida y hacen habitable el mundo. Y a mí me parece que entre todos hay que buscar espacios habitables en el mundo, una verdad habitable.
Entonces escribí un poema de amor reivindicando una tradición, la de la poesía del humanismo y la ilustración, que fueron momentos de la historia en que el ser humano se consideró con derecho para buscar la felicidad pública y privada: esto no es un valle de lágrimas, tenemos derecho a construir sociedades felices y vidas privadas felices.
Entonces en ese sentido es una reivindicación de la felicidad como voluntad de autoridad del ser humano sobre su destino. Cuando en vez de enfrentarme con esa máscara del dolor para ver las cosas buenas de la vida, me enfrento con la máscara contraria, entonces reivindico la otra perspectiva. Por ejemplo, de pronto vivimos, y eso lo está potenciando la cultura neoliberal, en una especie de burbuja donde nos creemos que el cliente siempre tiene la razón, que somos clientes de la vida y que tenemos derecho a comprarlo todo y consumirlo todo, entre otras cosas la felicidad.
Entonces vivimos en una burbuja donde todo es guay, no existe el dolor, donde la belleza y la muerte se enmascaran. Es una enmascaración de la realidad de la vida, que tiene que ver con la creación de mundos virtuales: se suplanta la experiencia de carne y hueso con la experiencia de la realidad.
Creo que la respuesta de la poesía es una llamada a la experiencia de carne y hueso frente a la creación de mundos virtuales de la publicidad: estamos tan mediatizados que no tenemos una relación directa con nuestro propio cuerpo, acabamos repitiendo los códigos estéticos de la publicidad. Y en ese sentido, la poesía me parece que es la rebeldía frente a los mundos virtuales en un ajuste de cuentas con la realidad de carne y hueso desde la conciencia y la búsqueda de la verdad, que significa voluntad de no engañarse, de no mentir.
La verdad de la que yo hablo desde el punto de vista de la poesía es la verdad del que no quiere mentir, del que no quiere engañarse. Y en ese sentido, en la realidad de carne y hueso, hay tanta muerte, enfermedad, momentos de dolor, como momentos de belleza, felicidad…y creo que en la dinámica de lo tomas o lo dejas, pues no está mal un ejercicio de quien quiere hacerlo todo pesimista para renunciar a la belleza del mundo, decirle: oye, no me engañes.
Y a quien quiere darte también pastillas o píldoras para la felicidad, decirle también, oye, no me engañes. La realidad es otra cosa.
Por el compromiso que adquiere el poeta con la realidad de la que hablas, ¿se puede ser crítico siendo feliz?
Hay una palabra que para mí, en esos planteamientos, siempre es un recurso, que es la alegría. Quizá la felicidad es una aspiración muy grandilocuente, el mundo en el que vivimos, con el dolor y la desigualdad al lado, feliz, feliz totalmente no se puede ser. Pero lo que hay que evitar también, por todos los medios, es convertirse en un amargado, porque la amargura te hace una víctima fácil y te hace ser injusto.
Entonces bueno, entre la amargura y la felicidad absoluta está la palabra alegría, que es una palabra del que se esfuerza por disfrutar de las cosas que da la vida, y bueno, eso exige un planteamiento de diálogo muy fuerte con la conciencia. ¿Yo debo perder mi capacidad crítica? No, se trata de poder conjugar las dos cosas. De cuidar ese diálogo con uno mismo, de ver cómo sigo manteniendo mi conciencia crítica sin convertirme en una caricatura del que está todo el día diciendo lo mal que están las cosas.
Se trata del diálogo con la conciencia y la verdad de uno mismo, el no traicionarse, pero ser consciente de la realidad en que se vive. Y es mucho más útil ese diálogo de la conciencia con la realidad que el diálogo del puro o del dogmático que se cree que puede vivir en una realidad virtual, la suya, desconociendo la realidad.
¿Debe el poeta autocensurarse?
Yo creo que una de las cosas que hacen avanzar la poesía es el sentido del ridículo. Hacer el ridículo no es bueno en ningún sentido. Tú imagínate que yo fuese un poeta profeta, como los que había antes, que creyera que con un poema puedo cambiar el mundo, o un poeta intelectual de los que había antes creyendo que puedo condicionar la opinión pública… pues yo vivo en un mundo donde sé que un minuto de telediario bien manipulado influye más en la sociedad que el mejor poema del mejor de los poetas. Baudelaire nos enseñó que no basta con escribir, sino que hay que saber también qué lugar se ocupa al escribir, que no basta hablar, sino que hay que saber también desde qué lugar se habla.
El poeta tiene que vigilarse a sí mismo. Yo no creo que el poeta tenga que censurarse por miedo al poder. El poeta tiene que censurarse por miedo a un mal poema. Y en este sentido, al escribir un poema, si hay un dictador encima, siempre lo puedes escribir y no publicarlo, o hacer que funcione clandestinamente. Pero de lo que nunca te puedes ocultar es de la mala poesía. Y para eso sí tienes que vigilarte mucho.
No puedes escribir un poema para caerle bien a un determinado grupo de gente. O, si voy a comprometerme políticamente, en vez de hacer un poema hacer un panfleto y divulgar una consigna que no la siente mi escritura, sino que es la divulgación de lo que ha decidido un comisario político. Frente a eso yo creo que no hay que utilizar la palabra censura, sino la conciencia crítica y la conciencia literaria.
Si yo quiero escribir un poema de amor, o quiero contar un secreto pudoroso de mi relación con mi amante, lo que tengo que pensar es si funciona bien en el poema para enganchar un detalle que interese o si es simplemente una cosa gratuita que lo único que hace es aportar poco y llevar la poesía a uno de los grandes enemigos que tenemos en la sociedad y desde luego en la poesía que es la telebasura.
Quería preguntarte por el papel de los jóvenes en la actualidad, que podría decirse que viven, vivimos, en una situación de incertidumbre. ¿Qué mensaje se puede dar a unos jóvenes que han sido decepcionados por el sistema?
Me gusta mucho la palabra incertidumbre, porque es buena compañera de la palabra perplejidad. Tomar conciencia del mundo en el que se está, y mirar. Yo creo que la experiencia de los jóvenes está muy bien calificada con la palabra incertidumbre, porque, por una parte vivimos en un mundo muy inseguro, sobre todo con lo que se refiere a las vocaciones y el trabajo, la estabilidad laboral…es muy complicado, las relaciones sentimentales son también muy complicadas, por muchos motivos, pero sobre todo porque es muy difícil independizarse. Hay gente que con 30 años no puede tener una vida con su pareja, y claro eso genera incertidumbre.
Sin embargo, ¿qué se pone en relación para la mayoría de gente con otros problemas? Ahora hay mucha incertidumbre y no hay mucho miedo, porque vivimos en un mundo que es mucho más efímero, es verdad, marcado por la inestabilidad. Pero ha habido otras épocas de la historia muy duras, donde se ha pasado verdadera hambre y donde ha sido verdaderamente difícil sobrevivir, donde nacía un hijo y no sabías si iba a sobrevivir. Entonces la incertidumbre que nosotros tenemos ahora es una incertidumbre que no está marcada o acompañada del miedo, entonces se da, a mi modo de ver, una paradoja: que se proyecta la incertidumbre hacia lo público, hacia el horizonte de las cosas que podemos esperar, pero en lo privado la falta de miedo al organizar nuestra relación con la incertidumbre muchas veces genera un sentimiento de invulnerabilidad. Como si no tuviéramos que responsabilizarnos de nada o como si nuestra realidad nos permitiera vivir en un mundo virtual más que en otra cosa. Y yo veo que en general esa es la situación de la realidad ahora, con muchas matizaciones.
Hay un libro de Ángel González que me gusta mucho citar porque, además de que es un gran libro, el título me define mucho en este momento en mi relación con la vida, se titula Sin esperanza, con convencimiento. La verdad es que mentiría, y no me engaño, si digo que tengo esperanzas: no tengo esperanzas. Pero me niego, por falta de esperanza, a renunciar a lo que creo, porque lo que tengo son convicciones.
Y entonces a mí me parece que los jóvenes y los mayores, con más o menos matices, en esta situación de crisis e incertidumbre, que me parece que radicaliza la incertidumbre de otros momentos, debemos acostumbrarnos a mantener convicciones, no renunciar a ellas por mucho que se nos decepcionen y que los demás nos fallen, por mucho incluso que nosotros mismos seamos parte de ese demás que nos falla.
Entonces bueno, la conciencia de los valores democráticos y de los derechos humanos y sociales a mí me parece fundamental en ese diálogo con la realidad que te debe impedir entrar en un mundo virtual que genera invulnerabilidad o dogmatismo y canallería contra los demás.
No me atrevo a darle consejos a los jóvenes porque ellos van a tener que encontrar su respuesta desde su propia experiencia, lo que me niego es a no contarles mi vida, por si la experiencia de una persona de sesenta años que se ha quedado sin esperanzas pero no quiere renunciar a sus convicciones les sirve.
¿Qué le diría el Luis García Montero adolescente al Luis actual, y viceversa?
Yo escribí un poema cuando cumplí 40 años, me adelanté tal vez a tu pregunta, en un libro que se llama La intimidad de la serpiente, el poema se llama “Cuarentena”, donde cuando el poeta cumple 40 años se encuentra con una foto del poeta con 20 años. Y se establece una discusión.
Entonces el poeta mayor le dice que bueno, tiene derecho a criticarme algunas cosas, pero si lo piensa bien, no ha sido tan malo el resultado personal. Uno quiere comerse el mundo, cambiar la realidad, uno quiere ser un genio…y cuando se alcanza ya cierta edad uno descubre que ni es un genio, ni ha podido cambiar la realidad, pero sí ha podido escribir lo más decentemente que ha conseguido, y ha conseguido cambiar algunas cosas y no traicionarse a sí mismo a lo largo de la vida.
De qué manera se pueden comprender los huecos o errores y las mentiras de algunos sueños sin convertirse en un cínico y sin renunciar a defender algunos valores. Y bueno, yo supongo que el joven le preguntaría al viejo, ¿y bueno, eres famoso, has conseguido la inmortalidad, cuando te mueras va a hablar de ti la historia de la literatura? Y el viejo le contestaría al joven: pues mira, ha dejado de preocuparme.
Cuando yo tenía tu edad escribí un poema pensando en el futuro y lo que dirían de mí en el siglo 22, y ahora lo que pienso cuando escribo un poema es ¿qué me diría Rafael Alberti, Ángel González o Jaime Gil de Biedma si lo pudiera leer? Han sido mis maestros y cuando leían poemas míos me los comentaban, y ahora más que pensar en el futuro siento un poco la inquietud y la melancolía de qué me diría Ángel si estuviera leyendo ese poema.
Si tuvieras la oportunidad de volver a leer un poema por primera vez, con esa emoción de descubrir por primera vez algo que te encanta, ¿cuál sería?
Te diría una mentira al afirmar que siempre se lee un libro o un poema por primera vez, porque no es verdad, aunque haya un poco de verdad en eso, porque cada vez lo lee uno de manera diferente, en otra edad, con otros sentimientos, en otra situación, y las cosas cambian de significado.
Pero es mentira porque en una cuarta lectura está la tercera, la segunda y el recuerdo de la primera. Mmm la verdad que es muy difícil, me pones en un brete, la verdad, porque escogería varios libros y muchos poemas. Mira, sin duda te he contestado quizá antes de tiempo, a los nombres que te mencionaba de poetas que admiro porque he conocido, añadiría a dos que no conocí, que son Luis Cernuda y Federico García Lorca.
Me gustaría sentir el deslumbramiento que sentí al leer por primera vez a Lorca o a Cernuda, algunos poemas de las personas del verbo de Jaime, algunos poemas de Ángel o algunos poemas de Alberti.