Compro en una conocida cadena de supermercados un kilogramo de mandarinas por valor de 1,50 euros. Indagando en los precios de origen agrícola de nuestra región, observo que ese kilo ha sido comprado, a pie de bancal, por 0,30 euros. O sea, el traslado de pocos kilómetros desde donde la fruta se ha producido hasta donde se ha vendido, quizá pasando por un almacenamiento intermedio propiedad de la propia distribuidora, ha multiplicado por cinco su valor. Así no es de extrañar que en nuestra región, durante 2022, la cesta de la compra haya crecido seis veces más que los salarios regulados por convenio (un 16,6% frente a un 2,8%), con el agravante de que 200.000 trabajadores y trabajadoras no han experimentado incremento alguno de sus retribuciones porque permanecen con convenios caducados, mientras que el sector agroalimentario ha subido muy considerablemente sus márgenes (desde enero a septiembre de 2002 un 24% más que en el mismo período de 2021). Y nadie entiende que, en un contexto de abaratamiento de la energía y el transporte, los alimentos sigan escalando desproporcionadamente.
El escenario no es mejor si nos adentramos en el escabroso territorio de las hipotecas. Se ha calculado que por cada 100.000 euros de préstamo, su coste anual se ha disparado en unos 2.000 euros. Este aluvión de ingresos para los bancos contrasta con una escasísima retribución, todavía, de los depósitos, lo cual se materializa en un abultamiento de los rendimientos de las entidades financieras, que han ganado en los nueve primeros meses de 2022 un 29% más que en el mismo período del año anterior, para regocijo de sus accionistas. Quizá por ello el sueldo medio de los banqueros patrios (más de dos millones de euros anuales) es el segundo más alto de la UE, a pesar de que la banca española es la menos solvente de Europa.
En lo tocante a la vivienda, estos días hemos conocido que los alquileres han crecido una media del 8% (en zonas tensionadas hasta un 20%), a pesar de que por ley están topados en el 2%. Hete aquí a los fondos buitre y a las grandes inmobiliarias apropiándose de una parte de la tarta de la renta mucho mayor de la que les corresponde, dificultando el acceso a la vivienda de la juventud y de las clases trabajadoras.
Y por último hacemos una visita a las refinerías de las petroleras para observar, estupefactos, que en 2022 multiplicaron por seis su excedente (15,6 dólares por barril procesado frente a los 2,4 dólares de 2021). Es decir, nos metieron a los consumidores y a los contribuyentes (en este caso mientras duró la subvención por litro de combustible) la mano en el bolsillo de manera impúdica, empobreciéndonos mientras las grandes compañías energéticas multiplicaban exponencialmente sus beneficios y repartían cuantiosos dividendos entre sus accionistas.
Como quiera que los salarios, en su conjunto, apenas han superado el 2%, hemos de colegir que la desigualdad ha experimentado un fuerte impulso en este país, a pesar de las medidas correctoras del gobierno de coalición, manifiestamente insuficientes para frenar y revertir este estado de cosas.
En su último informe, Oxfan señala que el 1% más rico ha acaparado dos terceras partes de la nueva riqueza generada en 2021, casi el doble que el 99% restante de la humanidad. Y es que las élites económicas, en combinación con las clases políticas a su servicio, están recurriendo a la inflación para reforzar su riqueza y poder, en un contexto en el que los Estados, tras la pandemia, han recurrido a medidas redistributivas y ayudas directas a amplios sectores de la población. Ello ha precisado de mayor presión fiscal a grandes empresas, que han respondido incrementando escandalosamente sus márgenes y forzando una política monetaria de altos tipos de interés que pretende rebajar la inflación a través de la contención del consumo y la inversión.
Prueba de esta subida de precios por encima de lo razonable en España la tenemos en los datos de Enero: mientras que el IPC baja hasta el 5,8%, la inflación subyacente (aquélla que no tiene en cuenta la energía y los alimentos frescos) trepa hasta el 7,5%. Según los economistas, esto significa que las empresas están subiendo sus precios por encima de lo que lo hacen sus costes. En suma, abusan. Nos estafan aprovechando su condición, en gran parte de los casos, de oligopolios que ha anulado la libre competencia, sin que ello les impida invocar cínicamente la economía de mercado para desacreditar cualquier propuesta relativa a topar precios o subir impuestos.
Frente a esta situación, un Gobierno progresista dispone de una solución: restringir los ingresos excesivos (y, por tanto, los precios a que dan lugar) mediante los impuestos a las grandes empresas y patrimonios. Con ello se matan tres pájaros de un tiro.
Primero, se lima la desigualdad elevando la renta de las clases populares al utilizar los recursos obtenidos para crear empleo y subvencionar el coste de los productos básicos. Así, si los ricos quieren pagar menos impuestos, sólo tienen que bajar los precios.
Segundo, se esquiva la crisis económica gracias a que trabajadores y trabajadoras disponen de mayor capacidad de consumo.
Y tercero, se preserva la democracia, hoy muy amenazada por ese creciente poder que tienen los dueños de las grandes multinacionales y bancos, capaces de condicionar, por la riqueza acumulada, las decisiones de quienes resultan elegidos en las urnas. El camino está claro. Sólo falta la voluntad política para andarlo.