En las elecciones municipales y autonómicas de 2019 participé como apoderado en La Unión de una de las dos organizaciones políticas de izquierda que concurrían por separado, habiéndolo hecho unidas en comicios anteriores de otro ámbito territorial. Recuerdo perfectamente cómo muchos votantes se dirigían hacia mí y otros compañeros y compañeras representantes de ambos partidos mostrándonos su estupefacción por esa división, que no entendían, y que les empujaba a no saber a quién votar, dada la similitud entre los programas de los ahora competidores. Alguno que otro simplemente fue al colegio electoral a comunicarnos que, dada esa fracturación del espacio alternativo, simplemente no iba a votar.
En la ciudad minera, el resultado de esa falta de acuerdo fue que ambas fuerzas se quedaron sin representación. De haber caminado juntas habrían obtenido posiblemente dos concejales, si consideramos la abstención por la que optaron no pocos de sus simpatizantes.
La pregunta que surge ante situaciones como la descrita es por qué los partidos políticos que representan a la gente que quiere mejorar las cosas caminan de manera divergente, en lo que hace a su unidad, respecto de lo que reclaman sus bases sociales. Y aunque la respuesta es compleja, en mi opinión se puede sintetizar en las inercias en que se sumergen los aparatos de las organizaciones por la razón de su simple existencia. Efectivamente, su pervivencia está ligada al mantenimiento de unas cuotas de poder e influencia en la vida política que requieren de prestigio y financiación para mantenerse. Por eso, las disputas entre cúpulas se manifiestan en forma de luchas de egos y por la distribución de recursos proporcional a la representación institucional de la que se viene o se presume se vaya a obtener. Y aquí es donde está el lío que dificulta y, en última instancia, impide la tan ansiada unidad. La cual viene a ser el santo grial de las izquierdas en los dos últimos siglos, y como aquél, algo que en realidad nadie ha visto, salvo en muy contadas ocasiones.
Los vicios descritos vienen, en última instancia, de la mercantilización de la política que también ha afectado a las organizaciones alternativas al sistema. En un sistema electoral parlamentario, se trata de conseguir rendimientos crecientes en términos de votos obtenidos, lo que significa para una fuerza progresista entrar en competencia no sólo con la derecha, sino también con organizaciones afines con las que en teoría se comparte una buena parte del proyecto. De manera que esta rivalidad determina que el éxito del partido se mida no tanto por la transformación social que pueda generar, sino por los escaños conseguidos. La política como mercancía contaminada por el capitalismo, al que se adapta y con el que contemporiza.
La falta de unidad ha de sostenerse en el agravio hacia el socio-rival. Así, cuando llegan los procesos electorales, rápidamente se sacan las listas de reproches mutuos para justificar ante los propios que no es posible la convergencia dada la naturaleza perversa del otro, que nos la habría jugado en el pasado. Y seguramente es verdad que han existido malas artes en las relaciones, pero el asunto es tan desconcertante que, como en Murcia, quien aparece ahora como más unitario que nadie, en otros territorios se proclama, desde ya, campeón en solitario: el mercadeo electoral invadiendo los principios.
Creo que la solución a situación tan desquiciantepara la izquierda pasa por desmercantilizar el propio concepto de unidad: ésta ha de ser no sólo un medio, sino un fin. Es decir, no sólo ha de producirse porque la confluencia político-electoral es un instrumento para alcanzar el gobierno y escribir, desde él, en el BOE. Es, sobre todo, un objetivo en sí misma: lo que cambia la sociedad no es sólo, ni fundamentalmente, la conquista de la mayoría en las instituciones, sino sobre todo la multitud consciente que se une y se moviliza en aras de la consecución de un bien superior, cual es una sociedad más justa, libre y sostenible. Y en esta empresa no sobra nadie ni hay lugar para exclusiones: quinientos ciudadanos y ciudadanas son imprescindibles para, uniéndose a otras cien mil, construir mayorías.
Y Así lo entienden más de mil quinientos murcianos y murcianas que han suscrito un manifiesto por la unidad de todas las fuerzas de izquierda de nuestra región. Texto que incide, a mi modo de ver, en dos cuestiones. Primera, el éxito que han supuesto las movilizaciones unitarias del pasado, lo que demuestra que el trabajo conjunto de las fuerzas progresistas, cuando se hace de manera inteligente y organizada, rinde sus frutos, lo cual vale no sólo para la movilización callejera, sino también para la electoral. Segunda, en esta tierra murciana se da una situación de auténtica emergencia, con unas derechas extremas en el poder que están depredando la sociedad en todos sus aspectos, desde el ambiental hasta el social, pasando por el institucional, con el transfuguismo y la corrupción en el frontispicio de la vida política regional.
Concluyendo: si hay unidad, habrá ilusión y esperanza, es decir, posibilidades de una movilización que alumbre un buen resultado en las urnas. Si no la hay, habrá frustración, o sea, apatía y desmovilización. Fracaso seguro. Deciden los llamados a entenderse.
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