Grabada en mi retina, imagino que como en la de la gran mayoría de la gente que la ha visto, está la imagen de ese ciudadano alemán de la República de Weimar que acude, allá por 1923, con una carretilla rebosante de billetes por valor de 200.000 millones de marcos para comprar una simple barra de pan. Esta desproporción, en buena parte fundada en las reparaciones de guerra que Alemania tuvo que afrontar tras la Primera Guerra Mundial, explica en parte el auge del partido nazi y su posterior triunfo electoral en 1933; y, por tanto, el propio estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Obviamente, en la España y Europa de estos tiempos no estamos como los germanos de la década de los 20 del siglo pasado, pero tenemos un grave problema que no parece remitir, sino, por el contrario, ir a más. Y la carestía de la vida, sin un horizonte claro de superación, es un huracán devastador que se lleva por delante a los gobiernos de manera inmisericorde. Y ello porque crea un nivel de zozobra e incertidumbre que afecta seriamente a la psicología social: la gente no ve futuro. Y aunque se diga, desde los voceros del establishment, que con la inflación todo el mundo pierde, no es verdad. Quien posee activos financieros que se revalorizan muy por encima del incremento del IPC, sin duda es ganador. Por contra, el trabajador cuya retribución va a crecer por debajo de ese índice, resulta perdedor.
Es un problema, por tanto, de la (injusta) distribución de la renta. Lo que está pasando es, simplemente, que el capital quiere apropiarse de una parte mayor de la tarta, en detrimento del trabajo. Y para ello recurre, ante la imposibilidad en este contexto político de ganar más bajando salarios, a inflar los precios. Y esta no es la reflexión de un marxista dogmático y resentido: prácticamente la totalidad de economistas atribuye a la ausencia de competencia en los sectores que nos proveen de energía los inasumibles costes de ésta. Así como al hecho de que tanto el gas y el petróleo como los alimentos(y otras materias primas) se han convertido en activos financieros objeto de especulación en los mercados de futuros(agravada por la guerra), los cuales aterrizan sobre oligopolios que fijan sus márgenes completamente fuera de las leyes de la oferta y la demanda. Y en España, aún más que en el resto de Europa, debido al poder político que detentan las empresas del IBEX adscritas a la energía y la distribución, lo que explica que a estas alturas el combustible español es el más caro de toda Europa.
La cuestión radica, pues, en cómo abordar el hecho de la coexistencia de unos beneficios empresariales obscenos con el sufrimiento de una gran mayoría de la población española que transfiere incesantemente renta, cuando consume, a las élites que manejan esas compañías estratégicas.
Hasta ahora, la solución implementada para abordar esta espiral inflacionista ha sido, básicamente, la de bajar los impuestos de la factura de la luz y descontar 0,20 euros del importe del litro de combustible. En la práctica, esto ha supuesto subvencionar a las empresas, que han absorbido la aportación pública mediante nuevas elevaciones artificiales de precios. El resultado es que el Estado pierde recaudación, los oligopolios se forran y la gente se empobrece.
Incluso el tope al gas no ha funcionado. Y por una razón evidente: en la medida que la producción a pérdidas de las centrales que utilizan esa materia prima es compensada por el consumidor, y no por el resto de centrales (que cobran como si tuvieran los costes de producir con gas), el recibo que paga aquél apenas se ha visto reducido. Tampoco resuelve gran cosa el decreto aprobado el pasado 25 de junio, que añade a lo mencionado un cheque de 200 euros para quien ingrese menos de 14000 euros. Es muy inferior a lo que están aprobando otros países europeos, que extienden las ayudas a las rentas medias y además han sustanciado el impuesto que van a imponer a las energéticas, mientras que aquí se ha aplazado hasta 2023 la adopción de esta medida, lo que levanta sospechas sobre la verdadera intención de llevarla a cabo, habida cuenta de las dos ocasiones en las que ha decaído el proyecto de exaccionar aquellas ganancias desorbitadas: el decreto de junio de 2021 sobre beneficios caídos del cielo se truncó y acaba de ser retirado el plan para gravar el gas y el petróleo, con el fin de sacar de la factura de la luz las primas a las renovables y otros costes.
En definitiva, el gobierno no tiene intención de afrontar con determinación esta inflación desbocada. Pedro Sánchez no apuesta por reformas profundas, hasta el punto de que otros gobiernos de derecha de nuestro entorno son más audaces, en las políticas anticrisis, que el considerado el más progresista de la UE, el español. Al que, dada la situación a la que hemos llegado (10,2% de inflación en Junio), y considerando el amplio consenso que existe en torno a la causa especulativa de este dislate, no le queda otra que, en base al principio de que a grandes males, grandes remedios, aplicar un control de precios sobre una cesta de productos básicos. Mucho me temo que no lo hará. Está ocupado en las cosas de la OTAN y en justificar las tropelías contra los inmigrantes.
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