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No es la guerra, es la codicia Featured

 Pepe Haro

Terror. La inflación del pasado marzo escaló hasta casi un 10%, bastante por encima de la media de la eurozona. Interpretaciones: Sánchez y el PSOE le echan la culpa a la guerra; las derechas, como no podía ser de otro modo, al presidente del Gobierno. A mi modo de ver, ambas versiones son erróneas e interesadas, pues intentan ocultar aquello que economistas y expertos nos decían ya antes del inicio de la invasión de Ucrania, a saber, que la especulación en los mercados de materias primas y alimentos estaba detrás de la brutal subida de precios que afectaba a todo el planeta, particularmente a las economías capitalistas occidentales. La oferta de todos aquellos bienes no se habría visto mermada a lo largo de este período. Ocurría que los operadores y las grandes compañías, aprovechando los tambores de guerra que sonaban en el este de Europa y los cuellos de botella que se arrastran en los suministros desde el fin (es un decir) de la pandemia, se lanzaron al acaparamiento. Lo cual, unido al pánico motivado por unas perspectivas de escasez, alentaron la demanda con el resultado que todos conocemos.

En España a este proceso se le suma una situación de oligopolio desregulado en el sector energético y un dominio del mercado por parte de grandes empresas en los sectores de la distribución y el transporte. En lo que al primero se refiere, es llamativo que mientras que nuestro país comparte con Portugal el mercado eléctrico, y por tanto su precio mayorista, la factura de la luz que pagan nuestros vecinos es muy inferior a la española. Ello se debe a la mayor regulación, vía contratos a largo plazo y condiciones, que impone el gobierno portugués sobre sus compañías. Añadamos, como dato colateral, que las energéticas del Ibex cuadruplicaron sus beneficios en 2021, mientras que las rentas del trabajo crecieron en torno al 2%. Y en lo tocante a la situación que viven los autónomos de la agricultura, ganadería, pesca y transporte, reciben de las distribuidoras y operadores logísticos que los subcontratan unos precios muy bajos, aun en esta época de carestía, mientras que estas patronales presentan unos resultados financieros espectaculares, que absorben con creces la subida de costes que puedan tener.

Así pues, no es verdad que todos perdamos con la inflación, como le oí el otro día a un economista. Los precios estratosféricos están otorgando ventaja a aquellos cuyo incremento de beneficios supera en mucho el coste de la vida. Si un trabajador o trabajadora mejora sus ingresos un 2%, la vida sube un 10% y una gran empresa aumenta su rendimiento neto, sobre la base anterior, un 15%, no hace falta ser ningún experto para percatarse de que esta situación que vivimos es consecuencia directa de una apropiación de la tarta cada vez más grande por parte del empresariado. Todos y todas sabemos que el kilo de pimiento que compramos en la gran superficie ha pasado de multiplicar seis o siete veces lo que se le paga al pequeño agricultor a suponer, ahora, unas doce veces. Y aún es más explícito lo que ocurre con la energía: la mayoría de centrales producen electricidad a un coste de cinco o diez veces inferior al que resulta del mercado mayorista. Son los llamados ‘beneficios caídos del cielo’, que en realidad experimentan muchos más sectores, como el petrolero y el alimentario.

Y lo que presuntamente se va a hacer respecto de estas ganancias atípicas de las eléctricas (si no se tuerce el brazo al Gobierno como ocurrió hace meses) es paradigmático respecto de cómo abordar, de manera justa, el problema inflacionario que ahora tenemos: las centrales que utilizan gas para generar electricidad compensarían su producción ‘a pérdidas’ (al topar su materia prima el Gobierno) mediante los sobrebeneficios del resto de centrales (cuyos costes de producción son muy inferiores al precio final del megawatio). Pues bien, ese esquema debiera aplicarse tanto a las petroleras como a las grandes empresas de alimentación para que reduzcan sus márgenes obscenos. Igual que se va a topar el precio del gas, podría hacerse otro tanto con el del gasoil y la gasolina, así como con determinados productos básicos de alimentación: las empresas que venden estos artículos poseen unos colchones financieros, derivados de su condición de oligopolios, que les permiten absorben cuantos límites a sus precios impongan las autoridades. Y aun así seguir ganando mucho.

Lo cierto es que hasta el momento son los y las contribuyentes quienes están soportando la batalla contra la inflación. El Estado deja de recaudar anualmente unos 9.000 millones de euros a consecuencia de la rebaja drástica de los impuestos de la factura eléctrica y, desde hace unos días, subvenciona (que es lo mismo que bajar impuestos) con veinte céntimos cada litro de combustible. Las petroleras sólo compensan cinco céntimos. Lamentablemente, los discursos dominantes que circulan para afrontar este estado de cosas, bien nos remiten a un pacto de rentas en el que el sacrificio fundamental habrían de hacerlo los asalariados, bien hablan de una rebaja general de impuestos que compense la renuncia empresarial a unos excedentes claramente abusivos.

Es decir, propugnan que sea la mayoría social, comprimiendo sus salarios y/o aceptando recortes derivados de la pérdida de recaudación fiscal, la que soporte el peso del ajuste. Cuando el camino para para estabilizar el coste de la cesta de la compra está meridianamente claro: que los grandes conglomerados empresariales aparquen un poquito esa desmesurada codicia que mueve sus vidas.

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