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 Bartolomé Marcos

Sin lugar a dudas Pedro Luis Almela ha sido y sigue siendo mi gran y verdadero amigo del alma, Pedro Luis, así, sin más, “el Almela” (que yo nunca lo he llamado así, por cierto, aunque se parece y suena casi como  alma),  conspicuo “feisbuquero”, enraizado, tantas veces bien a su pesar, como navegador incansable en otras redes “guasaperas” aparte de la mencionada del “caralibro”, curioso y ávido devorador de libros de verdad, y abrazador entusiasta de esotéricos misterios en su cotidiana búsqueda de sentido y explicación para todo, enamorado también de Francisco García Pavón y su sugerente verbalismo (“la plaza toda se inundó, supitaña…”) y rendido ante su personaje de Plinio, o de las tantas veces tramposas piruetas psicologistas, reconfortantes, amables y bienintencionadas siempre, a veces también algo cargantes, densas y estomagantes, de Thomas Moore. A Pedro Luis se le descubre en seguida, por otra parte, la vena ingenuista y bondadosa del “franciscanismo”. Jamás habría sido un Savonarola, y mucho menos un Torquemada…pero sí un Guillermo de Baskerville, que se imponía siempre por su erudición y su capacidad de raciocinio. Lo suelo pasear (ustedes lo saben) por estas páginas de mis interminables y crepusculares viajes a cualquier sitio, o sea, a ninguno, y esta semana me ha parecido oportuno sacarlo, acercando hasta ustedes el relato que él me ha hecho llegar a mí. Dice así el texto “almeliano”:

 

Esta mañana la vida me ha hecho partícipe de un suceso de esos que te ponen pensativas y bullentes las neuronas, cosa que aunque debería parecer normal en nosotros, como sedicentes seres racionales, no lo es siempre, o al menos no lo es con la frecuencia deseada.

 

Venía yo de mi retiro lector por la carretera, cuando me he encontrado casi en medio de la calzada dos pequeños bultos deambulantes que, luego que me fui acercando, vi que eran… dos perdices.

 

De todos es sabido que las perdices son aves sumamente asustadizas y acezantes, que, con nada que huelan o perciban la presencia humana echan a volar con ruidoso batir de alas; eso es lo que creí que harían conforme me iba aproximando a ellas, pero no, esta vez no. He aminorado la marcha con el ánimo de no asustarlas, que uno no sólo respeta a las aves, esos prodigios naturales que desafían la tiránica ley de la gravedad alzándose sobre el suelo, sino que también las admira; quizá sea por eso mismo, porque con su vuelo logran vencer la condena de nuestro esclavo, lento y diletante avanzar pasico a pasico, mientras ellas desprecian todo muro o frontera que separarnos pueda  o que nos limite el movimiento.

 

Así que lentamente he pasado por su lado mientras ellas avanzaban a patita, nunca mejor dicho, hasta cruzar la carretera, la una delante, como indicándole el camino a la otra, con paciencia y con valor, ya que mi coche apenas distaba unos escasos dos metros de la pareja, y, desde su perspectiva, se la estaban jugando.  

 

Me he dado entonces cuenta de que a la perdiz que caminaba a unos centímetros detrás de su guía, parecía costarle cierto esfuerzo seguirla; se la notaba enferma y debilitada, disminuida en sus energías, y como que a duras penas podía seguir a su compañera...o compañero, que vaya usted a saber, que no reparé en los entresijos...

 

He comprendido entonces que la generosidad, el irracional amor, el cuidado de tus semejantes, no es únicamente privativo de los humanos, como nuestra habitual petulancia presume, sino que también anidaba en el corazoncico tamaño piñón de aquellas dos humildes avecillas, que con toda parsimonia y esfuerzo, se ayudaban la una a la otra a seguir respirando vida a pesar de que los cañones de las escopetas de los cazadores, con la veda abierta, escupían pólvora, plomo y muerte, a diestra y, sobre todo, a siniestra, por los montes aledaños.

La maldad existe. Hay gente mala y perversa en este mundo, y, por una suerte de justicia universal y cósmica, ansiamos que el bien triunfe. Al menos la gente bien nacida. Aunque probablemente las “hermanas” perdices, medrosas y pacíficas perdices de Pedro Luis, no tendrán un final agradable, merecen vivir tranquilas en su medio natural, sin estampidos que las sobresalten ni estrepitosos atropellos que se las lleven por delante. Mejor todos veganos. Es más justo… PODEMOS -y debemos- vivir de otra manera. Miren por dónde…me apuntaría a un partido como ese: DEBEMOS, lo que sucede es que sería tan larga la dispositiva lista, que asusta, y casi nadie tiene demasiadas ganas de comprometerse.

 

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