El poeta Vicente Aleixandre escribió su Historia del corazón para abrirse a una poesía de marcado carácter civil en los años más duros de la posguerra española. Uno de sus poemas se titula En la plaza. Evoca la felicidad con la que bajó a la Puerta del Sol el 14 de abril de 1931 para mezclarse con la multitud que celebraba la proclamación de la República. La conciencia individual, orgullosa de su alegría e independencia, no dudaba en compartir un nosotros, una voluntad común. El poeta bajó a la plaza con un ánimo humilde y confiante. Se trata de uno de esos poemas a los que vuelvo con naturalidad de lector acostumbrado a las lealtades.
Además del peso sentimental que tiene el recuerdo de aquel día alegre para la historia de España, me reconozco en el deseo de bajar a la plaza con el orgullo de una conciencia individual independiente que desea el diálogo, el abrazo, las ilusiones colectivas. Es también un deseo natural porque toda idea propia, toda sabiduría, necesita de la existencia de los otros para hacerse realidad.
La verdad y la mentira son un pacto de sabiduría común. Un político puede mentir, puede incluso engañarse a sí mismo, cosa que ocurre con frecuencia, y sus mentiras funcionan como representación oficial mientras descansan en el consentimiento de los demás. La política se vale de este territorio flexible que define a la verdad como un acuerdo común, un pacto de intereses y creencias, para confundir las opiniones con los datos. El invento de la posverdad no es más que una versión nueva de las viejas mentiras del poder que analizó Hanna Arendt en su libro Verdad y mentira en la política. Ahora hemos fundido esas mentiras de siempre con la sociedad del espectáculo, la creación de realidades virtuales y la mercantilización de un tiempo que conforma los datos como objetos sin memoria, instantes de usar y tirar.
En esa lógica un presidente de Gobierno puede mentir en un Parlamento o callar ante un juez sus evidentes responsabilidades en las corrupciones de su partido. En esa lógica una ministra puede aplaudir una primavera del empleo, mientras las cifras y los datos hablan de precariedad, inseguridad, temporalidad, pérdida de poder adquisitivo y de derechos laborales. ¿Primavera? Otro poeta, T. S. Eliot, nos enseñó que abril es el mes más cruel, porque despierta deseos que se estrellan con la realidad.
Las mentiras del PP se estrellan con la realidad hasta tal punto que los mentirosos ya no intentan engañarse a sí mismos, como ocurría en los años felices de la impunidad, ni pretenden tampoco engañar a los demás. Sólo aspiran a normalizar la convivencia con la mentira, a sostener mientras se pueda el pacto común de nuestra aceptación, esa que le da estatuto de verdad falsa a su mentira. Además de la corrupción, tienen la responsabilidad de querer definir la vida pública española como un asumido y rutinario circo de mentiras.
Si bajamos a la plaza, comprobamos que la mayoría de la gente sabe que mienten. Por eso la responsabilidad no es sólo de los mentirosos, ni siquiera de los que por una u otra razón deciden votar a los mentirosos. Y no nos rasguemos las vestiduras en este asunto, porque no son mayoría. De los 36 520 913 ciudadanos y ciudadanas con derecho a voto en las últimas elecciones, sólo 7.941.236 apoyaron al PP. Así que hubo 28.579.677 que decidieron no votar al PP. No votaron, o votaron a otras opciones, algunas incluso tan mentirosas como el PP.
De manera que la responsabilidad política no se agota en el PP y en sus votantes. Afecta también a todos los que no conseguimos crear un espacio público en el que de manera humilde y confiante pueda ser real una voluntad común, un consenso de verdad que sustituya al circo de la mentira. Si el PP degrada la democracia española acostumbrándonos a convivir con la mentira, también la degradan los que no configuran una alternativa posible para castigar sus engaños ruidosos con la pérdida del poder.
No hablo de una nueva moción de censura, esa que invocó Mariano Rajoy en el Parlamento desde su orgullo herido. La situación política actual no aconseja, según mi parecer humilde y confiante, la moción. Hablo más bien de crear una dinámica en la que desaparezcan para la izquierda las dichosas líneas rojas que impiden el diálogo y las alternativas reales.
A la plaza se puede bajar humilde y confiante. Las ideas de cada uno no son la verdad o la mentira en la opinión pública hasta que no se contrastan con la voluntad común. Sin diluirse, sin que nadie tenga que renunciar a sus sueños y a sus aspiraciones ideológicas, parece real la posibilidad de una alternativa que desaloje del trono a los que hoy son considerados corruptos y mentirosos por la inmensa mayoría.
La tarea es dialogar y evitar caer en el juego de los que generan un conflicto detrás de otro, una sorpresa detrás de otra, por medio de todas las cadenas de televisión y de algunos periódicos. Las élites económicas quieren conservar en sus garras el negocio del Estado a costa de la dignidad de la democracia española.