Diversas circunstancias acontecidas en la política estas últimas semanas constituyen, sin duda, manifestaciones del nivel de descomposición en que se halla el Régimen político que comenzó su andadura en 1978, sumido en una crisis terminal que se prolonga agónicamente, tanto por la resistencia de sus principales actores a sucumbir como por la incapacidad de las fuerzas alternativas para proceder a su reemplazo. Lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Y lo viejo huele muy mal. Juzguen ustedes, estimados lectores, si los hechos que a continuación citaré son digeribles desde la perspectiva de una mentalidad democrática, desde la honestidad y desde el mero sentido común.

Para comenzar, asistimos, a través de la publicitación de las sesiones de los casos Gürtel y tarjetas black, a la confirmación de que la corrupción es un fenómeno enquistado en los partidos del régimen (sobre todo en el PP) y en las instituciones que aquéllos han controlado a lo largo de estas décadas. Tiene, por consiguiente, naturaleza estructural, y se fundamenta tanto en la adjudicación fraudulenta de obras y servicios a cambio de comisiones como en el manejo, indecente e irresponsable, de una parte importante del sistema financiero (cajas de ahorro).

Lo acontecido en el PSOE es otra muestra de adónde es capaz de llegar esta democracia de tan baja calidad. Básicamente, a estas alturas se conoce a la perfección lo que ha pasado: la élite del partido que ha hecho de la política y/o de las puertas giratorias su modo de (buena) vida ha violentado la voluntad de la gran mayoría de la militancia para mantener a Rajoy en el poder y proseguir así la obra de recomposición del Régimen sobre nuevas bases neoliberales y conservadoras. Y es que no hablamos sólo de un acuerdo de investidura, sino de un pacto estratégico destinado a mantener las políticas de austeridad y la hegemonía del Ibex 35, prueba de lo cual es el voto favorable del PSOE, contraviniendo promesas electorales, a la Ley de Estabilidad presupuestaria presentada por el PP el pasado 20 de octubre.

Paradigmática de este decadente estado de cosas ha sido la decisión del Tribunal Constitucional de anular la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Asunto que presenta dos vertientes, ambas profundamente reaccionarias. Por un lado, la apuesta de un poder determinante del Estado por la preservación del maltrato y tortura animal; por otro, la confirmación de que una institución muy relevante ha optado por la vía de confrontación con Cataluña, en lugar de la búsqueda del acuerdo y el consenso para relajar la fuerte tensión territorial que vive el país.

La degradación del mundo del trabajo bajo este sistema se ha puesto de manifiesto mediante una resolución de la justicia europea, en virtud de la cual los trabajadores y trabajadoras temporales e interinos han de recibir la misma indemnización por despido que los fijos. La élite empresarial ya ha amenazado con que, en caso de llevarse a efecto esta sentencia, procederán a una bajada de salarios y a un aumento del paro. En ningún país europeo de nuestro entorno los grandes empresarios se pueden permitir tal exhibición de poder y arrogancia.

El último botón de esta muestra del desastre sería la existencia de esas cárceles, llamadas CIES, donde no habitan delincuentes, sino inmigrantes desesperados, y en las que se violan los derechos humanos hasta tal punto que el Consejo de Europa ya advirtió hace años de su absoluta inconveniencia. Un Estado que alberga en su seno estos ´guantánamos´ difícilmente pude considerarse democrático, opinión que comparten no pocos de los jueces que intervienen en la regulación de estos centros de internamiento.

Está meridianamente claro que la consecución de una democracia de calidad en la que la corrupción sea la excepción y además se respeten plenamente los derechos humanos, es una tarea pendiente. Alguien tiene que abrir las ventanas de este país para que entre una poderosa corriente de aire que lo ventile y acabe con el insufrible hedor que se respira.