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Antonio Balsalobre

 

 

 

Aquí, los únicos que parecen haber perdido la paciencia son los agricultores, dispuestos, según dicen, a montar “el lío de María Santísima” si no llega más agua para paliar la sequía. Los demás, después de dos elecciones y casi nueve meses de gobierno en funciones, aguardamos pacientemente a que se desenlíe el embrollo de la investidura. Pacientemente, y cada uno a su manera, enrocado. Políticos y electores. Dirigentes y dirigidos. Dejemos ya, por lo tanto, de ensalzar la “sabiduría” del pueblo español (algo que se supone) contraponiéndola a la testarudez de sus políticos, porque no termina de estar tan claro que el cuerpo electoral haya pedido con su voto cualquier tipo de diálogo, de acuerdo o de entendimiento. A las pruebas me remito: medio año después del 20D, y tras meses de bloqueo de unos y otros, el resultado volvió a ser prácticamente el mismo. Con una señal inequívoca: el que más parlamentarios ganó fue el PP y el que más perdió, Ciudadanos; siendo el primero el que menos había hecho por llegar a un acuerdo y el segundo el más dispuesto al pacto.  
Yo sinceramente, y no creo ser un “rara avis”, no veo por ningún lado esa voluntad de entendimiento de la que tantos hablan. Ni en los comentarios de la barra del bar, ni en la expresión popular y espontánea de la calle, ni, muchos menos, en las soflamas de los tertulianos o las exegesis de los articulistas de opinión, entre los que me cuento. Lo que yo veo, sí, es un gran hartazgo ciudadano por el impasse en que nos encontramos, acompañado paradójicamente por un enrocamiento del cuerpo electoral, que no da su brazo a torcer e inspira y condiciona a los partidos y a sus máximos dirigentes. 
Me explico: el votante del PP quiere a toda costa, y de ahí no lo sacan, que Rajoy siga mandando. En minoría, en gran coalición con el PSOE, en pequeña coalición con Ciudadanos. Como sea. El caso es seguir en el poder porque, dicen, el PP es el partido más votado (aunque nuestro sistema parlamentario y constitucional contemple que sólo puede ser investido presidente quien en segunda votación obtenga más apoyos que rechazos de los diputados).  
El votante del PSOE, por su parte, no contempla por activa ni por pasiva que sus diputados se puedan abstener para facilitar el gobierno de Rajoy, lo que equivaldría a amnistiar a quien lleva cuatro años gobernando, confundiendo mayoría absoluta con absolutismo, y cuya presidencia ha arrastrado a España “a una suma letal de corrupción, mala gestión económica y desigualdad”. El caso Soria ha sido la última guinda. 
De igual modo, el veto cruzado entre Unidos Podemos y Ciudadanos no es, en mi opinión, un capricho de Iglesias o Rivera sino que se fundamenta en el profundo sentir de gran parte de las bases que sustentan a ambos. De ahí que las voces minoritarias, pero significativas, que dentro de la izquierda piden un acuerdo PSOE-Podemos-Ciudadanos (y que no están teniendo eco, todo hay que decirlo, en el partido naranja, pero que podrían desbloquear la situación, permitiendo un gobierno de cambio, regenerador) estén cayendo en saco roto. 
El cuerpo electoral no es ciertamente un recipiente de compartimentos estancos, pero se le parece. Está fraccionado y todo apunta a que con ligeras diferencias lo seguiría estando si se celebraran nuevas elecciones. Cosa que finalmente podría no ocurrir  porque el PP terminará apoyándose, como ya hizo parar nombrar a Ana Pastor presidenta del Congreso, en los nacionalistas/independentistas del PNV.
La pregunta del millón es si son los dirigentes los que determinan la voluntad del pueblo o es éste el que determina la de sus dirigentes. Si están para respetar la voluntad de sus electores o modularla en pro de un bien “superior”. Probablemente sea un juego de vasos comunicantes, pero vaya usted a saber. 
En cualquier caso, difícilmente podrá haber consenso por arriba si no lo hay por abajo. Y hoy por hoy las posturas siguen tan enconadas por abajo como por arriba. Las políticas injustas y antisociales de austeridad, el aumento de las desigualdades, la corrupción, el problema territorial han sido, sin duda, el germen de esta polarización. Pero a diferencia de hace unos años, la indignación hoy no se manifiesta en las plazas sino que está institucionalizada. De ahí que en este compás de espera en el que naufragamos. Hartos, decepcionados, enrabietados, sí, pero casi sin despegar los labios. No como los agricultores, que cansados de esperar están dispuestos a “liarla” para que se les escuche. Algo podríamos aprender de ellos.
 

 

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