Hace unas semanas, entré a un establecimiento y me encontré a una mujer de mediana edad, pendiente de ser despachada, vivamente alterada. Con el ceño fruncido, el tono de voz agresivo y hasta la vena del cuello hinchada, lanzaba toda clase de improperios contra Irene Montero, a la que amenazaba con abofetear de encontrársela por la calle. Me atreví a preguntarle sobre sus razones para mantener esa desmesurada inquina hacia la ministra de Igualdad: si es que ésta la había perjudicado en algo o qué aspectos de las políticas impulsadas desde su ministerio le parecían especialmente dañinas. Tras lanzarme una mirada fulminante, me espetó que era una comunista que quería hacer daño a España, además de soltar a los violadores. Y que se merecía que le pasara lo peor. Éste es el nivel de irracionalidad que ha hecho metástasis en una parte nada desdeñable de nuestra población merced a los propagandistas de bulos y odio que proliferan, desde hace años, en las redes sociales y los medios políticos y de comunicación adscritos a las derechas extremas.
La misma irracionalidad y el mismo odio que impulsaron a miles de bolsonaristas a tomar por la fuerza las instituciones democráticas de Brasil el pasado 8 de Enero, sin reparar en las consecuencias de su proceder, incluso en términos penales para los propios participantes: su delirio y ofuscación nublaban la capacidad de razonamiento y el pensamiento lógico. Claro que poca cordura se le puede pedir a quien, tras ver frustradas sus expectativas de contar con los extraterrestres(invocados a través del móvil)para impedir el advenimiento del comunismo, decide cumplir directa y físicamente la sagrada misión de garantizar para su patria la pervivencia de la libertad, siguiendo la estela de aquellos norteamericanos que hace dos años, liderados por un tipo disfrazado de búfalo, se precipitaron sobre el Capitolio para evitar que el socialcomunista Biden se convirtiera en presidente de los EEUU.
Lo cierto es que estamos ante una internacional del odio que pretende la vuelta de las fuerzas oscuras que han teñido la historia de dolor, miseria y muerte a lo largo de los últimos cien años. Y Lula, refiriéndose a las hordas que sembraron el terror en Brasilia, las señaló: el fascismo. Ciertamente, este término, al utilizarse con excesiva alegría en los últimos tiempos para calificar genéricamente a los reaccionarios, ha experimentado una cierta trivialización. Personalmente, estoy entre quienes reivindican su uso actualizado, en el convencimiento de que como concepto no se puede circunscribir al totalitarismo de derecha(en buena medida estatalista) que asoló Europa en los años 30 del pasado siglo. Creo que Trump, Bolsonaro o Abascal comparten un proyecto político basado en la supresión de derechos para las mayorías y de impuestos a las minorías. Y estas medidas sólo se pueden adoptar en un marco de fuerte autoritarismo político, de suerte que si la democracia no las refrenda en las urnas, entonces lo que sobra es directamente la democracia. Y procede el asalto bovino.
El problema es que este exabrupto ideológico ha prendido en una buena parte de la derecha otrora (aparentemente) más civilizada. Y el paradigma de esa contaminación lo encontramos en este país con un PP que considera ilegítimo a este gobierno. Y si un ejecutivo no tiene legitimidad, se convierte en acreedor de maniobras de todo tipo para forzar su caída, incluso las de fuerza, explícitamente pedidas por Vox durante la pandemia. Pero la derecha española ha hecho su propio asalto a las Instituciones: mantiene secuestrado el poder judicial impidiendo la renovación de unos cargos que se mantienen en sus puestos a pesar de que su mandato ha caducado. No han necesitado irrumpir con violencia en la sede de aquel poder: simplemente se han quedado dentro cuando les tocaba, por decisión de las urnas, salir. Por otra parte, en los territorios donde gobiernan arremeten contra los derechos de la población, como la sanidad pública o el aborto. Y sus propuestas políticas van sistemáticamente dirigidas contra los intereses de trabajadores y trabajadoras, pensionistas y mujeres. Todo ello en nombre, claro, de la democracia y la Constitución.
Desgraciadamente, no es este fanatismo ultra lo único que amenaza a las democracias. El conocido periodista Juan Luis Cebrián, que no es precisamente un rojo peligroso, lamentaba en un reciente artículo que decisiones tan trascendentales adoptadas por Pedro Sánchez como el cambio de posición sobre el Sahara o el incremento de la presencia militar americana en suelo español hayan obviado al parlamento español, que también habría sido ninguneado a través del aumento del gasto militar por la puerta trasera de los presupuestos del Estado. Pareciera que nuestra adscripción al atlantismo (la traición al pueblo saharaui es consecuencia de ello), así como a la guerra que la OTAN y Rusia libran en territorio ucraniano, quedan al margen del control democrático a pesar de sus consecuencias sobre la vida de la gente.
Así pues, la democracia está siendo acosada en dos frentes, ambos de dimensión internacional. Por un lado, está el trumpismo/bolsonarismo, que sueña con naciones gobernadas por la desigualdad y la arbitrariedad, en beneficio de unas élites a las que la gente y el planeta se las traen al pairo. Por otro, los viejos espectros de los imperios en decadencia, el militarismo y el rearme, para los cuales el control estratégico de territorios y el negocio de las armas prevalecen sobre las libertades y derechos de los pueblos. Ardua tarea la que espera a la izquierda alternativa: conjurar esas ominosas amenazas para abrir paso a un futuro con paz y derechos.
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