El tradicional, anodino y vacío discurso navideño de Felipe VI, que tan sólo sirve realmente para que el nutrido e incondicional conjunto político-mediático adscrito al régimen monárquico exhiba su servilismo cortesano cada 25 de Diciembre, ha registrado este año unas connotaciones especiales derivadas del contexto en el que se han producido las palabras del monarca. Que no ha sido otro que el gravísimo enfrentamiento entre los poderes judicial y legislativo a cuenta del secuestro de la soberanía nacional que el primero ha llevado a cabo impidiendo que el segundo ejerza su función, la cual constituye la expresión de la voluntad del soberano, el pueblo, de la que emanan todos los poderes del Estado, incluido el judicial. Porque el Parlamento se puede equivocar en la forma en que tramita las leyes, y no digamos en el contenido de éstas cuando ven la luz, pero de ninguna manera se puede, preventivamente, impedir su labor, que constituye la misma esencia de la democracia: las leyes las hacen aquellos y aquellas a quienes libremente elegimos en las urnas. Después, y sólo después, se pueden recurrir.
Pues bien, atendiendo a que nuestra Constitución señala que ‘el rey arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones’, está claro que aquél hizo manifiesta dejación de sus funciones cuando calló ante el atropello constitucional perpetrado por unos jueces ilegítimos que ocupaban un puesto que no les correspondía. Y quien calla, otorga. El monarca no defendió el orden constitucional; al contrario, avaló con su silencio su quebranto. La democracia fue pisoteada en su esencia y Felipe VI observó distante cómo el parlamento era humillado por unas togas instaladas en la rebelión, en un comportamiento sin parangón geográfico e histórico en el conjunto de las democracias que fueron y que son. Y desaprovechó su comparecencia en esta Nochebuena de 2022 para enmendar su error.
Ya hubo un tiempo en el que olvidó ese papel de moderador que le asigna la Carta Magna. Me refiero a la crisis catalana de 2017. Por aquel entonces, Felipe VI debió ejercer de árbitro entre las instituciones del Estado y la Generalitat, máxime considerando que, bajo el reinado de su padre, un decreto del presidente Suárez de septiembre de 1977 restablecía la Generalitat de Cataluña antes de que en el conjunto del Estado se armara un andamiaje institucional democrático. Es decir, de manera previa al afianzamiento de la legalidad democrática en España, el autogobierno catalán ya había sido legitimado por la monarquía española. Pues bien, en lugar de intentar dirimir las diferencias entre estas dos legitimidades, el actual monarca asumió el discurso de ‘¡A por ellos!’ que emanaba de la ultraderecha, yendo más allá del planteamiento del Tribunal Constitucional(que sólo advertía desobediencia en la actitud del Parlament), abonando así el terreno, con un discurso bronco y amenazante, a la persecución penal por rebelión/sedición(delitos no reconocidos, para este caso, por la Justicia europea) que Vox planteó ante el Supremo.
Hay otros dos aspectos de la comparecencia del Borbón que llaman la atención. El primero nos remite al énfasis que puso en la defensa de la adhesión de España a la estrategia belicista de la OTAN, en este caso coincidiendo con el bipartidismo. Un Jefe de Estado español, en mi opinión, se debe limitar a respaldar, en el ámbito militar, aquellas misiones de nuestro país que se hagan bajo bandera de Naciones Unidas y en operaciones de mantenimiento de la paz. Nunca amparar la participación en conflictos que obedecen a intereses geoestratégicos de terceros incompatibles con la paz y las necesidades económicas y comerciales de España y Europa.
La otra cuestión es el silencio clamoroso en relación a dos temas de trascendencia vital para nuestro país: la emergencia climática y la violencia machista, desatada en este pasado mes de diciembre. Se trata de dos urgencias sobre las que hay que actuar de manera contundente por cuanto suponen una amenaza tanto para la pervivencia de nuestra sociedad en términos sostenibles como para la convivencia social, que nunca podrá recomponerse mientras miles y miles de mujeres vean amenazada su integridad y su vida. Curiosamente estas dos omisiones constituyen el fundamento del negacionismo de la extrema derecha, que asegura que el cambio climático y la violencia machista son cosas de comunistas y de feminazis.
Los derroteros por los que transita la monarquía española no aventuran un brillante porvenir para la misma: a las tropelías y corruptelas de Juan Carlos I sucede una política de la Casa Real identificada, sin complejos, con las posiciones de las derechas reaccionarias, ésas que sólo se sienten a gusto en democracia si mandan ellas. Y al margen de la legítima y deseable aspiración republicana frente a este estado de cosas, lo menos que se puede pedir es que nuestra monarquía sea en verdad parlamentaria, es decir, que esté sujeta a la representación de la soberanía popular, ante la que ha de rendir cuentas de sus actos y de su patrimonio, como hace cualquier cargo público. Y que sólo sea inviolable frente a aquellos actos derivados de su gestión pública, siempre refrendados por el gobierno. Porque la inviolabilidad de ahora no es sino impunidad para cometer cualquier delito, como hemos visto en el caso del emérito.
Lamentablemente, la propuesta de una Ley de la Corona que incluya estos aspectos a fin de subsanar el déficit democrático de nuestra monarquía, y de nuestro sistema en su conjunto, parece haber quedado en el olvido. Ni Felipe VI ni los partidos dinásticos parecen tener mucho interés en ello. Quizá no se percaten de que actuando así no hacen otra cosa que precipitar el advenimiento de la Tercera República.
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