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Felipe VI no es imparcial Featured

 Diego Jiménez

Tanto va el cántaro a la fuente… Era de esperar. Meses y meses de acoso mediático, político y judicial de las derechas contra el legítimo Gobierno de coalición dieron como resultado la gravísima crisis institucional propiciada por un Tribunal Constitucional (TC) enfrentado abiertamente al Legislativo, con los hechos ya conocidos. Para muchos analistas, hubiera sido necesario que el Jefe del Estado, según estipula el artículo 56.1 de la Constitución Española (CE78), hubiera ejercido de inmediato su labor de arbitraje y moderación. No fue así. Por eso, había cierta expectación por ver el discurso de Nochebuena de Felipe VI.

Y ocurrió lo esperado: el Rey no se mojó; se cuidó muy mucho de pisar terrenos resbaladizos y pasó por encima de la grave crisis institucional antedicha. Debió de pensar que la actualidad internacional manda, por lo que era más importante comenzar por la alusión a la guerra de Ucrania y, de paso, como corresponde a su condición de capitán general de los tres ejércitos, hacer una loa a nuestra pertenencia a la OTAN.

Al margen de esa indudable adscripción al discurso belicista, pienso que, si bien la labor de arbitraje y moderación que le asigna la CE78 al Rey no implica su intervención directa en las funciones del Legislativo y del Ejecutivo, como Jefe del Estado sí podría haber hecho una alusión más explícita a los responsables de los tres riesgos que, a su juicio, corre la democracia, a saber: la ‘división’, el ‘deterioro de la convivencia’ y la ‘erosión de las instituciones’. Debería haber enviado un nítido mensaje exaltando el valor de la convivencia y de paso, aun sin citarlos expresamente, señalar a Vox y a la presidenta madrileña por sus constantes desafíos a la ley.

Coincido con Jesús Maraña, en un artículo suyo reciente, que a estas alturas el comportamiento del monarca está condicionado por aquel discurso del 3 de octubre de 2017 en el que se anticipó a la suspensión de la autonomía catalana, ocasión en la que, esta vez sí, acusó a las autoridades del Govern de situarse fuera de la legalidad, al margen del Derecho y de la democracia. No esperó Felipe VI a que hubiera un proceso y una sentencia judicial, pero sobre todo desaprovechó la ocasión para recordar algo fundamental tan sólo dos días después del referéndum del 1-O: que la crisis constitucional provocada desde Cataluña era y es un problema político, y no exclusivamente judicial o policial, como pretendía el Gobierno del PP.

Efectivamente, con ocasión de la crisis catalana, pudo constatarse que el monarca no estuvo a la altura de las circunstancias. Como no lo ha estado en la crisis institucional actual en la que, como mínimo, le ha faltado hacer un requerimiento explícito también a que quienes, desde el ámbito de la política y de la magistratura, llevan cuatro años incumpliendo la CE78 y bloqueando la renovación de los principales órganos judiciales. Hace unos días se ha producido la renovación parcial del TC, pero falta la del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), una actitud de parálisis que denomino ‘golpismo de las togas’, con la colaboración del PP, y que, sin duda, contribuye al deterioro de la democracia y a la erosión de las instituciones. Y en ese sentido, pese a la conocida adscripción del Jefe del Estado en muchos asuntos a las posiciones de las derechas más cerriles, coincido con Maraña en que no se le exige, dentro de sus funciones, que elija entre derechas e izquierdas, españolistas nacionalistas y federalistas, pero sí que rompa la equidistancia entre quienes cumplen las reglas democráticas y quienes se las saltan.

OTROS ‘OLVIDOS’ DEL MONARCA. Hubo otros muchos temas que el Rey eludió. Es sabido que debe obediencia al presidente del Ejecutivo, con el que ha de coordinarse, pero también que se muestra incómodo con un Gobierno de izquierdas al que, según la CE78, no debe poner trabas. Echamos en falta en su discurso una clara alusión de apoyo a las medidas sociales puestas en práctica por el Gobierno para salir de la crisis y la necesidad de ahondar en más medidas para atajar la pobreza, también la infantil. Como debería haber hecho alguna alusión a la situación de su padre, el ‘emérito, algo que la Casa Real viene obviando. Como capitán general con mando supremo en las Fuerzas Armadas, no mostró condena alguna, ni en su momento ni ahora, sobre la carta que un grupo de militares jubilados y en activo le remitieron en los que éstos amenazaban de muerte a 26 millones de españoles. Otros temas que ni citó: la preocupante crisis climática, y la violencia machista, situación gravísima, pues en el momento de redactar estas líneas, y con algún caso en investigación, en nuestro país han sido asesinadas 49 mujeres en 2022.

DE CASTA LE VIENE AL GALGO. Quizás esos ‘olvidos’ no son casuales y le estemos exigiendo al monarca cosas que, por su educación elitista, está imposibilitado de comprender y asimilar. Porque, pese a que las monarquías europeas están incrustadas en un buen número de países, no podemos olvidar que, por su origen histórico, son, ante todo, representantes de las clases dominantes, aunque disfrazadas de neutralidad.

Parece evidente que la monarquía española no representa a toda la ciudadanía por igual. Además, una institución tan anacrónica y tan alejada de los problemas del pueblo al que dice representar está vinculada, con fuertes amarras, con el pasado. Por lo que, llegados a este punto, me van a permitir que recuerde a Alfonso XIII, bisabuelo de Felipe VI y que, como Isabel II, hubo de abandonar el país. No necesito remontarme más atrás (¡cómo olvidar las tropelías antiliberales de Fernando VII!) para concluir que la dinastía de la Casa de Borbón en España ha venido parasitando las instituciones del Estado.

En el primer tercio del siglo XX, España atravesó una situación política, social y económica muy conflictiva. El régimen de la Restauración, que Alfonso XIII mantuvo, entró en crisis ante la imposibilidad de los partidos dinásticos, liberales y conservadores, de sacar al país del marasmo social y político.

A la exacerbación de la lucha de clases, particularmente en Cataluña y que tuvo su concreción en la huelga general del verano de 1917, siguió el cierre del Parlamento decretado por Eduardo Dato y el descontento del Ejército por la política salarial y de ascensos, que se concretó en la creación de las Juntas de Defensa. Situaciones que coincidieron con el auge de los nacionalismos periféricos, el Desastre de Annual de 1921, el Informe Picasso, que salpicaba directamente al rey como responsable de aquella aciaga derrota militar (hay que recordar que el rey tenía intereses mineros en el norte de Marruecos), y la Marcha sobre Roma de Benito Mussolini en 1922.

Ante ello, al monarca no le tembló el pulso para aceptar la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, que se le ofreció entre los días 13 y 15 de septiembre de 1923 como el ‘cirujano de hierro’, en expresión de Joaquín Costa, que necesitaba el país.

He hecho esta digresión histórica para recordar que, como he dicho arriba, la monarquía es, ante todo, una institución que defiende los intereses de las clases dominantes, por lo que difícilmente puede cumplir los requerimientos de neutralidad y, sobre todo, de imparcialidad. Por ello, quienes tenemos en el horizonte una articulación federal del Estado en clave republicana, exigimos, como mínimo, en un periodo transitorio, la redacción de una Ley de la Corona que otorgue mayor transparencia a esa institución.

 

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