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No volvamos a la primavera del 36 Featured

 Diego Jiménez

Hace unos días, las barbaridades y soflamas machistas que diputadas y concejalas ultras vomitaron contra la ministra de Igualdad, Irene Montero, incendiaron las instituciones y las redes sociales. En el Congreso, sobre todo, la escalada verbal no ha parado de crecer. La derecha y la ultraderecha vienen aprovechando cualquier turno de palabra para insistir en el uso de términos ofensivos hacia los grupos del Gobierno: ‘comunistas’, ‘filoetarras’, ‘aliados del independentismo’… son sólo algunos de los exabruptos que se escuchan. Por lo que sorprenden los tibios, cuando no escasos, intentos de la presidencia de la Cámara para acallar esos alardes fascistas.

Y el caso es que el Reglamento del Congreso contiene en su articulado medidas que podrían atajar, de aplicarse a rajatabla, esas antidemocráticas actuaciones. Si bien el artículo 11 de ese Reglamento regula la inmunidad parlamentaria, el artículo 16 obliga a sus señorías a respetar el orden, la cortesía y la disciplina parlamentarias. Los artículos 70, 103 y 104.1 facultan a la presidencia a llamar al orden o retirar la palabra al diputado díscolo. Pero, a renglón seguido, el Reglamento de la Cámara incurre en contradicción aparente entre los artículos 96 y 104.3. En el primero citado, se estipula que en el Diario de Sesiones se reproducirán íntegramente, dejando constancia de los incidentes producidos, todas las intervenciones. En el artículo 104.3, sin embargo, se dice que cuando se produjera el supuesto previsto en el punto 103.1, referido a la llamada al orden de los diputados, el presidente requerirá al diputado u orador para que retire las ofensas proferidas y ordenará «que no consten en el Diario de Sesiones». En este contexto, creo que la intervención de la presidenta de la Cámara, Meritxell Batet, de hace unos días, dirigiéndose a sus señorías con las palabras “no suban a ofender y a herir” resultó un poco tardía.

LA RESPONSABILIDAD DE CIERTO PERIODISMO. En ciertos medios de comunicación alternativos, que tienen a bien ejercer eso tan difícil e infrecuente como la autocrítica, se advierte de la hipocresía de esos otros medios que, si bien se apresuraron a condenar las agresiones verbales hacia la ministra de Igualdad, están dando cabida, en sus tertulias radiofónicas y televisivas y en las páginas de sus periódicos a tertulianos y colaboradores que ejercen la violencia.

Es duro afirmarlo, pero lo cierto es que, desde cierto periodismo, se alienta a que, desde las tribunas públicas, se propalen los mismos mensajes de odio que hemos podido ver, leer y escuchar desde las tribunas mediáticas; periodistas y medios que son directamente responsables de la naturalización de las formas antidemocráticas y, por qué no decirlo, fascistas y del envilecimiento del debate público. Ese tipo de periodismo ha convertido en normal lo que debería ser escandaloso: atacar no a ideas, sino a personas. Antes de llegar a la degradación del parlamentarismo hemos asistido a la del periodismo, permitiendo que camparan a sus anchas la mentira, el acoso, la difamación, el insulto y ataque personal y, lo que no es menos preocupante, la incitación al odio.

No quiero caer en un paralelismo histórico estricto, pues bien es sabido que cada periodo de nuestra Historia posee sus peculiaridades propias. Pero lo cierto es que hay situaciones que se repiten.

VOLVAMOS LA VISTA A LA PRIMAVERA DEL 36. «Cuando se habla por ahí del peligro de militares monarquizantes (sic) yo sonrío un poco, porque no creo […] que exista actualmente en el Ejército español, cualesquiera que sean las ideas políticas individuales que la Constitución respeta, un solo militar dispuesto a sublevarse en favor de la Monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera, sería un loco, lo digo con toda claridad, aunque considero que también sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse en favor de España y en contra de la anarquía…».

Quien así hablaba, un mes antes del atentado que acabó con su vida, es José Calvo Sotelo, monárquico extremista y dirigente del Bloque Nacional, en un discurso pronunciado en las Cortes en junio de 1936, también un mes antes del golpe militar contra la legalidad republicana.

Según nos recuerda Paul Preston (Un pueblo traicionado), cuando el 15 de abril de 1936, tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero, Manuel Azaña presentaba su programa en las Cortes, fue objeto de un duro ataque concertado por parte de José Calvo Sotelo y luego de Gil Robles. Calvo Sotelo llegó a afirmar que cualquier Gobierno que dependiera de los votos del PSOE estaba prácticamente en manos de los rusos. ¿Recobran, hoy, plena actualidad esas palabras? 

Por su parte, Gil Robles se atrevió a decir, sin esconder sus intenciones progolpistas, que «la impotencia del Gobierno hacía que las soluciones de fuerza resultaran inevitables». Y en tono apocalíptico detalló: «Cuando la guerra civil estalle en España [lo haría tres meses más tarde], que se sepa que las armas las ha cargado la inercia de un Gobierno que no ha sabido cumplir con su deber […] Es preferible saber morir en la calle a ser atropellado por cobardía».

Las denuncias de estos políticos, además de destilar odio, resultaban cínicas, pues los actos delictivos y disturbios en ellas contenidos obviaban deliberadamente el papel violento de los comandos terroristas de la Falange: los vínculos entre los conspiradores de la Unión Militar Española (UME), la Falange, los carlistas, las Juventudes de la CEDA (JAP) y sectores de este partido para desestabilizar a la República, utilizando, como hoy, la mentira, la tergiversación y el miedo, eran cada vez más estrechos. De hecho, Gil Robles admitiría más adelante: «Mi tarea consistió en el debilitamiento de la izquierda en las Cortes». ¿Les suena también esto de algo?

En ese contexto, Paul Preston (El holocausto español) considera que la entrada en el Gobierno del socialista moderado Indalecio Prieto podría haberlo robustecido y evitado la guerra civil. Pero, a partir del triunfo del Frente Popular, Gil Robles, tras declarar muerta la democracia, alabó el viraje hacia el fascismo; sus discursos atraerían la atención de los terratenientes, pero también alimentaban la estrategia de la tensión, liderada desde la cárcel por José Antonio Primo de Rivera. Periódicos como el falangista Arriba, fundado en marzo de 1935, y el diario católico El Debate, dirigido por Ángel Herrera Oria, y que contó entre sus colaboradores a Gil Robles, José Calvo Sotelo, Eugenio D’Ors y R. Menéndez Pidal, entre otros, alimentaban también la estrategia de la tensión y daban alas al golpismo.

En opinión de Ángel Viñas (La soledad de la República) el golpe contra la República se precipitó porque «fueron los partidos coaligados en el Frente Popular los que reanudaron aquellos cambios que suponían un órdago al mantenimiento del orden tradicional y a los reveses que la derecha en el poder [durante el bienio negro, 1933-35] había propinado a las reformas del primer bienio».

Salvando el contexto temporal e histórico, diríamos que hoy las derechas en nuestro país, como en aquella primavera del 36, se muestran refractarias a las mínimas conquistas sociales conseguidas con este Gobierno de coalición y, como entonces, propalan mensajes de odio hacia el comunismo, contra las minorías sociales (inmigrantes, MENAs…), contra el feminismo… bulos y tergiversaciones, con el apoyo, como se ha dicho arriba de cierta prensa cómplice.

Hoy, como entonces, las derechas dirigen sus invectivas contra la supuesta ruptura de la unidad de España, a la que añaden elementos novedosos como una posición antieuropeísta, en el contexto de un nacionalismo exacerbado. En suma, muestran un rechazo hacia un Gobierno con tenues tintes socialdemocrátas, pero al que, como entonces, tildan de comunista.

Hace falta mucha pedagogía y ahormar un discurso alternativo para evitar caer, como en aquellos aciagos meses del 36, en las garras del fascismo.

 

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