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Los coches de nuestra vida: Nuestro 127 amarillo canario Featured

 Bartolomé Marcos

Era amarillo de arriba abajo y de adelante atrás. De haber nacido hoy habría sido independentista catalán. Se veía a kilómetros de distancia. Vamos, un colorcico como para pasar desapercibido o irse a la guerra de camuflaje en la selva tropical. Pero, después del 600 había que comprarse un 127. No había otra. Es lo que tocaba. Eso, o un R5, y nosotros, por entonces, éramos más de la SEAT, a pesar de la mala prensa que confería a las iniciales la significación atribuida a las siglas por la gente de “siempre estás apretando tornillos”, sólo mejorada en cuanto a mala leche por la de RENFE, Retrasos Enormes, Necesitamos Fuerza, Empujen. Claro que este, aunque amarillo, no era un tractor, sino un coche airoso y moderno cuyo habitáculo nos pareció una mansión cuando lo estrenamos, comparado con el “huevín” al que vino a relevar, y que tan digna y sufridamente había cumplido su misión de iniciarnos en la motorización full time.

El 127 nos costó 250.000 pesetas, al cambio poco más de 1.500 euros, que no parece mucho, pero que tampoco los teníamos, y eso que ya habíamos sacado la oposición y que según un antiguo y veterano colega de por entonces, Juan Julián Garro Torres, aún interino, éramos, potencialmente, millonarios. Nuestra querida chacha Ángeles tuvo a bien prestarnos 150.000 pesetas, que le iríamos pagando en meses sucesivos a partir de finales de 1977. Recién comprado, le dimos un estreno de lujo con la asistencia a la boda, de alto copete y en el 7 coronas de Murcia, de nuestro nuevo compañero del Instituto Cristóbal Martínez Alfaro, que se casó con una blanqueña, familia de la prestigiosa saga, de aldeana alcurnia, de los Laorden, que durante muchos años detentaron el poder en Negra, que, por si no lo sabían, es como auténticamente se llamaba Blanca, cuyos ciudadanos debían llamarse por tanto “negros”. Razones inconfesables para el cambio habría unas cuantas. Razones para llamarse “negros”, porque eran habitantes de la conocida como “Peña Negra”, situada en un risco en las proximidades de la ciudad. Para llamarse “blanqueños” porque a los reconquistadores, cristianos viejos ellos, les sonaba mejor y más ortodoxo, y, así, decidieron cambiarle el nombre al pueblo poniéndole en lugar de “Negra”, “Blanca”. Yo me enteré hace mucho, el año en que trabajé allí, en el curso 1974-75, desplazándome cada día con mi 600 echando humo en la cima del puerto mientras vigilaba, ávido de pillar a algún incauto en alguna de aquellas revueltas, el temible cabo Piri. Tradiciones al gusto y al capricho…¿verdad? Así se escribe la historia.

La vuelta de aquella cena fue ya de madrugada. Una cena opípara, extraordinaria. A mi derecha, en el asiento del copiloto, mi esposa, Merche. Yo, contento, feliz y orgulloso, recuerdo que me sentía como perteneciente por fin a un clan de seres privilegiados, de altura y nivel social como nunca había tenido. El sueño vano, tonto, torpe y estúpido, del pobre.

El 127 siguió su andadura rutera y estuvo con nosotros en mi primer destino como funcionario, en la extraordinaria ciudad de Altea, en cuyo Instituto de Bachillerato Mixto permanecí durante dos años destinado como profesor Agregado Numerario de Lengua Castellana y Literatura, y donde llegué a tener un buen número de excelentes amigos entre el alumnado del centro, la mayoría de la vecina localidad de Benidorm, que por entonces tenía menos nivel jurídico y categoría administrativa que Altea. Pasar lista era una sorpresa detrás de otra: Michael Draper, irlandés, que comía los berberechos, pinchándolos, uno a uno, con el tenedor, Ruth Schuler Estalrich, hija de pintores afincados en la zona, que se hizo muy amiga de Merche -realmente la edad no era tan lejana o distante-, la fría y hermética Hilke, alemana, la italo-belga Isabella Vittenbroek Dietrich, o los inolvidables Conchi Rodríguez López o Pedro Juan Lloret Escortell (de amplia y fructífera trayectoria política posterior en el Ayuntamiento de Altea), las hermanas Llobell Such, o los primos Vicente Pérez Baldó y José Martínez Pérez, cuyas interesantes lecturas y comentarios de “Madame Bovary” tendría ocasión de intercambiar con ellos; por no hablar del picaruelo de José Antonio Muñoz Ibi,que saltaba por la ventana al patio, aprovechando que el profesor de ciencias estaba distraído, como siempre, mirando un punto indefinido del limitado horizonte del aula, para fumarse un cigarrillo tranquilamente y volver después, igual de tranquilamente, a saltar por la ventana para reincorporarse al aula. El profesor, seguramente, estará ya cobrando una inmerecida pensión de jubilación. O la simpática, delicada y sensible María José Ortolá Crespo, de Benisa.

El segundo año de mi permanencia en Altea nacería mi hija María Mercedes, después de un sacrificio considerable que me llevaba muchas semanas a hacer un viaje diario desde Altea hasta Cieza, de tres horas de duración (las carreteras no eran las de ahora…), con un reposacabezas infame que tuve la mala ocurrencia de acoplar en los asientos delanteros del coche, y que acabó por romperme la espalda completamente, para llegar a casa en Cieza a las cinco de la tarde, tras comerme un bocadillo de lo que fuera en el mismo coche, con el tiempo justo de darle un beso a Merche, saludar a mi madre (en cuya casa vivíamos aún), y acostarnos, que había que salir de nuevo hacia Altea a las cinco y media de la mañana como máximo. Hubo veces que sentí la inercia de la velocidad cuando me colocaba en el borde de la tarima, de pie, para empezar la clase. Todo por evitarle a la futura mamá los peligros del traqueteo de la carretera, aunque fueran ya sobre un 127, con mejor amortiguación que el anterior 600.

Pasó la etapa alteana y llegaría prácticamente a su triste final el 127, un coche noble y brioso que en la tórrida tarde del 16 de Julio de 1980, la Virgen del Carmen, sufrió el injusto apedreamiento del cielo, cuando se hizo de noche a las cuatro y media de la tarde, se encendió el alumbrado público y cayó, estruendosa y repentina, una descomunal andanada de pedruscos desde un cielo enfurecido. No le rompió ningún cristal. El coche quedó picado de una desagradable viruela, que le rompía más o menos la estética según le diera la luz desde una perspectiva u otra. Quedó como un pequeño canario adolorido y maltrecho, pelechando y aterido de frío por los tremendos bolazos de hielo, que a más de uno y a más de dos descalabraron. ¡Animalico! Lo quisimos mucho.

 

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