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Los coches de nuestra vida: Las aventuras galaico lusitanas del Renault Laguna (III) Featured

Bartolomé Marcos

 

Nuestro eficaz y rutero Renault Laguna 1083 BZ, azul marino, precioso, sucísimo, eso sí, (ya nos lo advirtió la mujer de Miguel Castillo, titular por entonces del concesionario, y trabajadora en el establecimiento, como buena parte de su familia) fue un coche de vocación viajera, como es propio y natural de cualquier coche, y, más específicamente, atlántica. Galicia y Portugal fueron sus dos aventuras más destacadas, además de una incursión por Cataluña en el verano de 2004, dejando el Instituto (en el que acababa de iniciar mi segunda etapa como director), a cargo de mi queridísimo compañero y jefe de estudios adjunto, Francisco José Santos Martínez, que cumplió a la perfección – siempre fue un extraordinario centurión- con su cometido de mantener la casa grande vigilada. Compramos el Laguna en 1999. Tardamos para el primer viaje largo, que hicimos en 2003 a Galicia, atravesando un paisaje de ensueño asolado por los incendios forestales, que aquel verano de 2003 fueron voraces y se cebaron particularmente con aquella tierra. Ahora los incendios, lejos de mejorar, se han convertido ya en un mal endémico. Y es que hay que ver qué mala suerte tiene este país, por donde vaga errante -ya lo decía el poeta- la sombra de Caín. Y no duden ustedes que esto de los incendios forestales también tiene que ver con esa (mala, siniestra y perniciosa) sombra.

El viaje a Galicia con el Laguna fue, sin duda, el viaje de la velocidad. Nos acompañaron una vez más quienes se habían convertido en compañeros asiduos de estas escapadas de verano, mi amigo Pedrito, Pedro José Lucas Díaz y su esposa, Juani Guillén. Se acomodaron las esposas respectivas en los asientos de atrás y comenzaron una conversación cuya temática no recuerdo, pero que sí que recuerdo que no cesó en todo el viaje. Eso distrajo su atención del velocímetro del coche, que con frecuencia alcanzó los 180 sin que ellas se enteraran. Estaban en sus cosas y todo discurría plácidamente. De prisa, muy de prisa, pero plácidamente.  El coche se portó como un machote y nos devolvería a Cieza sin percance alguno. A mediodía, en plena ascensión hacia Galicia, hicimos una parada en Ponferrada, monumental y populosa ciudad episcopal leonesa, donde dimos buena cuenta de una buena tabla de pulpo con cachelos. La primera de unas cuantas que vendrían después. Exquisito. Ni Antonio Ortega, en su “Triunfo”, lo habría mejorado.

Después, Santiago de Compostela, donde no sé si ganamos el jubileo, porque desconozco el reglamento para hacerlo, unas calles con sabor y con solera que conducen todas a la gran explanada de la catedral y el obradoiro, un hotel cuatro estrellas algo antiguo, viejo, desvencijado y caro, un pórtico de la gloria excepcional y un botafumeiro espectacular balanceándose arriba-abajo, adelante- atrás, incansable, como la vida. Mucho más pulpo con cachelos sobre tabla, y la obligada, y excesiva mariscada en un bareto de Fisterra, Finisterre, donde nos pusimos literalmente “morados” comiendo cascaruja marina a riesgo de nuestra tambaleante dentadura (los dentistas de Cieza tendrían cumplida noticia de los estragos en años posteriores). Llegamos hasta la Coruña y estuvimos en las Torres de Hércules.

Y vamos ya con la aventura equinoccial del flamante Renault Laguna, que esta vez sería a territorio vecino, pero foráneo, Portugal, Lisboa concretamente, en el verano de 2006, pasando por y parando en Badajoz, ciudad despersonalizada, o así nos lo pareció, Mérida, como un gran poblachón manchego en extrema y dura tierra, Trujillo, en cuya plaza Mayor olía a Pizarro, Cáceres, donde pernoctamos, inmensa plaza Mayor, atípica, despejada y en suave pendiente, excelentes desayunos, preciosa ciudad;  Évora, eco aburrido y plano de la conquista romana, pedrusco sobre pedrusco, y, finalmente, Lisboa, la gran perla portuguesa asomada al Atántico, que destrozaría nuestros pies, los de Merche y míos, pues hicimos este viaje sin los habituales compañeros (ya saben, Juani y Pedrito), con su enlosetado de aceras a base de diminutos fragmentos de azulejo. Muy típico, sí, pero muy duro e incómodo de pisar. Una tortura. La gran sorpresa inicial de Lisboa la supuso la estampa del hotelazo en el que, ¡por 50 euros la noche!, nos alojamos, un hotel de la cadena Le Meridiem, el Park Atlantic, un cinco estrellas situado en un emplazamiento de privilegio, frente al gran parque Eduardo VII. Tres noches mirando a un lado y otro, mirándonos a nosotros mismos y no dando crédito a que aquello fuera de verdad. En fin, paletos de Cieza viviendo un sueño. Pero fue un sueño que vivimos con intensidad. Y había sido el Renault Laguna el que nos había llevado hasta allí. Nos alojaron además en una suite: quizá tuvo que ver con ello mi saludo a la amable recepcionista del hotel, portuguesa ella, cuando le dije aquello de “quem nao tem visto Lisboa, nao tem visto cosa boa” (quien no ha visto Lisboa no ha visto cosa buena). La suite estaba en un ático del edificio. Una de las tres noches que pasamos allí llovió. Nada, una tormenta de verano, pero tengo grabada en la retina una estampa imperecedera, bajo el sordo sonido de truenos de la tormenta en retirada. Relampaguear incesante. Gotas de lluvia resbalando por el acristalamiento exterior del ático. Las luces de la ciudad, al fondo. Me sentí inspirado y me puse a escribir en una mesita escritorio de ministro, o subsecretario, por lo menos, que formaba parte del mobiliario de la impresionante- y sorprendentemente barata- suite. No sé qué escribí, pero sería algo parecido a esto mismo, intensificado por la viveza y la fuerza del directo.  Una de aquellas noches nos permitimos también el lujo de una cena en el propio hotel a base de exquisiteces que poco tenían que ver con las patatas asadas, los michirones, o la magra y el tocino asados y la ensalada de tomate. Carísima y sin saber muy bien lo que habíamos comido, pero estábamos en Lisboa, en un cinco estrellas de nombre exótico y viviendo una experiencia única e irrepetible (de hecho no ha vuelto a repetirse) en nuestras vidas.

El resto de ocasiones optamos por comer y/o cenar en el Corte Inglés de Lisboa, donde servían una excelente cocina internacional, incluido el bacalao a la portuguesa, a un precio razonable. Ni que decir tiene que vimos también los famosos tranvías lisboetas que salvan desniveles inverosímiles, que nos parecieron una magnífica y pintoresca solución para la movilidad de los vecinos de las empinadas cuestas del barrio ciezano de la ERA, o el famoso y espectacular puente Vasco de Gama, rebautizado 25 de Abril, por aquello de la servidumbre de las revoluciones. Eso sí, siempre con los puñeteros azulejos clavándosenos en los pies. Y vamos, que tengo prisa, que hay que ponerle ya punto y final al artículo, que me he pasao un pelín. Ahí estaba el punto… Vuelvo la semana que viene…Sí, con más coches.

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