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Los coches de nuestra vida: el primero y…probablemente…el que será el último (I) Featured

Bartolomé Marcos

 

Durante mucho tiempo pensé que, en determinadas latitudes del planeta, somos el coche que conducimos. Recuerdo unos cuantos años en los que yo era simbiótico con aquel maravilloso artilugio que por fin llevaba entre los pies y con mis manos, y que me daba autonomía y libertad de movimientos. Aunque en realidad iba prácticamente embutido en una caja de cerillas, me sentía feliz, suelto, dueño de mi destino…sobre todo aquella vez en que, bajando la cuesta de los Albares, aunque sólo iba en un 600, puse el coche a tal velocidad, que el cuentakilómetros dio un golpe brusco arriba, 120, que era el tope, y bajó para siempre inmediatamente después a 0. Aparentemente sufrió un síncope.

Ahora ya no, pero es que prácticamente, ya no conducimos, o conducimos muy poco. Me refiero a mí, claro, porque tengo dos hijas y un hijo, y los tres son otros tantos “fitipaldis” del motor, sensatos y prudentes, eso sí, pero a quienes les gustan los coches, como me han gustado siempre a mí, aunque no tanto como a mi antiguo colega y amigo Antonio Martínez Candel (al que por cierto hace mucho que no veo), con su Seat 1430 dotado incluso con altímetro de alta montaña, ahí es nada, “el último caprichoso de altura de los coches”. Sí, los coches son de las cosas que más me han gustado en la vida.  Mi hija Patricia acaba de realizar un interesante viaje gastronómico-cultural por los madriles, aromático y sabroso bocadillo de calamares incluido; mi hijo Antonio ha estado con su pareja, por tierras norteñas, rica y sustanciosa gastronomía, Asturias, Picos de Europa, caldero, cocido y fabes, y mi hija María Mercedes, la primogénita, ha tenido que conformarse, la pobre, con llevar a su padre, o sea a mí, al médico, maltrecho y apachuchado y de ahí al hospital, ante una inoportunísima y fea neumonía que ha tenido a bien instalarse en mis pulmones, que me ha mantenido durante siete días completos ingresado y cuyas consecuencias aún padezco. No “semos naide”, hija…lo siento…La vida no es justa, pero Dios te lo pagará, o, si no, se lo recriminaré duramente cuando lo vea, que espero no sea pasado mañana, ni al otro, ni demasiado pronto, que prisa no hay ninguna.

El primer coche de mi vida fue -¡qué original¡, ¿verdad?-, un SEAT 600 D, de color blanco o hueso sucio, como mis muelas, matrícula M 493.850 que se lo compré a un joven funcionario de la secretaría de la Facultad de Derecho de Murcia, con las primeras 20.000 pesetas que penosamente conseguí ahorrar, y del que me dejé un frontal casi completo al intentar girar en la calle estrecha, auténtica trampa y encrucijada diabólica para conductores noveles, de la calle donde se encontraba la antigua confitería del Lorito, al inicio de la calle Buitragos, dirección hacia calle Hontana. No tardé mucho en tener otro nuevo contratiempo con el 600, ya que al decir de mi hermano, me había dado por ahí y no paraba de circular con el “güevín”, o el “güebo”, como él lo llamaba, esta vez en Abarán: la rotura de un palier me dejó varado allí, y tuvo que ir a rescatarme mi primer mecánico de cabecera, Nicolás Izquierdo, que era, y sigue siendo, de la familia, del Taller Santos y Nicolás. Buenos tipos. Esto fue allá por 1975. Mi ya querida Merche Izquierdo, que por entonces sólo era “novia a la vista”, o a lo más que llegaba era a novia en proyecto o in pectore (que suspiraba por ella), me veía pasar como una exhalación (cómica, ridícula y enloquecida) por el paso de cebra de calle Mesones-Iglesia de San Joaquín, dándole un susto de muerte; y yo, a lo mío, tan joven, tan ufano, feliz y orgulloso por mi recentísima motorización. Éramos muy jóvenes y había mucha vida por delante.  

El 600 fue un coche con historia, con mucha historia e innumerables y jugosas historietas: lo aparcábamos en el Paseo, en la calle, la cochera era un lujo que no nos podíamos permitir, y, con frecuencia, en la calle Segisa, la de enfrente de nuestro domicilio y con pronunciada pendiente, que muchas mañanas era una garantía para conseguir que el cochecito arrancara, que no siempre quería ni se dejaba. Meter primera y soltar embrague. No siempre funcionaba, pero sí la mayor parte de las veces. Si no, seguir cayendo hasta el Gato Azul. En última instancia, Nicolás. Fue el coche de mi primer trabajo en la enseñanza como docente, en el colegio Antonio Molina González de Blanca, por cuyo puerto bajaba y subía como un auténtico energúmeno-indígena del lugar, trabajo que me proporcionó un director histórico del centro, don Antonio Cano Sánchez, ANCASAN, a la sazón corresponsal de la Verdad en Murcia. Casi todo se conseguía entonces por enchufe, también aquel trabajo, de verdadero esclavo, mal pagado (poco más de 4.000 pesetas, 24 euros al cambio, al mes), doble turno de mañana y tarde y en penosas condiciones, que bien le advertí al mencionado director que no se le ocurriera volver a proponerme para tan dudoso y hasta heroico honor, que prefería quedarme en el paro, sin cobrar nada, cosa que hice durante 3 meses hasta que funcionó otro enchufe, de Doña Isabel González Medina, para sustituir a Pepita Semitiel, e incorporarme como profesor sustituto de Latín y Lengua Española y Literatura en el Instituto Nacional de Bachillerato Mixto de Cieza. Lo de Mixto es porque era de chicos y de chicas, que tenían rigurosamente prohibido mezclarse en el patio en las horas de recreo, aunque muchos y muchas se saltaban la prohibición del sanedrín que dirigía el centro, todavía, manu militari, y a su sacrosanto capricho y antojo, en nombre quizá de algún principio universal ininteligible, intangible, e inaccesible para la mayoría. Me atrevería a decir que hasta para ellos. ¡Ay, si yo les contara o contase!

El 600 fue también el coche en el que, en una decisión verdaderamente temeraria, nos atrevimos a hacer nuestro viaje de novios por tierras andaluzas y hoteles de cinco estrellas, ante el estupor y la sorpresa de botones y otros empleados, que veían salir grandes maletas de diseño de un vehículo de aquellas dimensiones y características, y seguramente fue también el responsable de que se malograra nuestro primer hijo por el traqueteo infame e incesante de tartana vieja y destartalada que habitualmente llevaba, que multiplicaba los baches y otros problemas de la carretera. En fin, después vinieron tres y aquel episodio está olvidado. Pero fue duro…muy duro. Emocionante e intenso, sí, pero duro.

Y es que, queridos amigos leyentes (va por ti, José Antonio) aunque la mayoría de la gente me suele ver y percibir como serio y hasta hosco, en realidad soy amable, accesible y hasta meloso y cariñosón; y, sí, también soy algo sensiblero y de lágrima fácil. Aquí donde no me ven, les puedo decir que, recordando al niño, o niña, nonnato, perdido por Merche en los albores de nuestra ya dilatada vida en común, una lágrima acaba de resbalar, mansa y salobre, por mi mejilla. Le doy un lengüetazo para que no se pierda. Más aperitivo, va por todos ustedes.

A estas alturas les diré que ya he perdido la ilusión por los coches, como por tantas otras cosas. Pero no la ilusión por la vida, que me sigue pareciendo disfrutable por tantas y tantas razones, sobre todo por la familia que me espera cada día, en lo que parece un puro milagro. Ahí sigo, amigos, en el camino. Aguantando…La semana que viene (he dado con otro venero, aunque aún me esperan personajes en el río)…más coches.

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