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“Hambre” de…SILENCIO Featured

 Bartolomé Marcos

Ustedes seguramente saben lo que es la incontinencia urinaria, o sea, el no poder aguantarse las ganas de mear (ejemplo plástico y desternillante, aunque desesperante y angustioso para él, la escena genial y terriblemente divertida de “El Guateque”, en la que un atribulado Peter Sellers busca desesperadamente evacuar su vejiga urinaria en un contexto social forzadamente hostil, una fiesta de estirados y sinvergonzones miembros de la élite hollywoodiense, comandada por el poder del dinero y la explotación de las personas. Todos ustedes deberían verla si no la han visto aún).

Se trata de una de las escenas delirantemente más cómicas que nos ha ofrecido nunca el cine, al tiempo que una de las situaciones recreadas que habrán generado probablemente más empatía, porque todos hemos pasado alguna vez por un agobio fisiológico tan tremebundo como el de Peter Sellers en esa fabulosa película, que habré visto más de 20 o 30 veces como mínimo (se la ponía a mis grupos de Comunicación Audiovisual en el Instituto y después la vi además con mi nieta Alba María Sánchez Marcos, en casa y relajadamente). Por cierto que a mi querida nieta le encantó la película, que yo solía utilizar también, más o menos subrepticiamente, como barómetro para calibrar el grado de inteligencia, de sensibilidad o de finura intelectual de mis alumnos y alumnas. No fallaba…Era evidente el disfrute de los más listos en los pasajes más sutiles y/o intencionados de la película. La risa, y, sobre todo, la sonrisa insinuada, como la de la Mona Lisa, como medidor infalible de la categoría, de la talla, del nivel intelectual del alumnado. No hacen falta exámenes, basta con saber con qué, por qué y de qué se ríe la gente -también la gente joven- para sacar conclusiones certeras sobre su cociente intelectual.

Pues bien, aparte de la incontinencia urinaria, a lo Peter Sellers en “El Guateque” hay otros muchos tipos de incontinencia, entre ellos, y es en la que quería centrarme hic et nunc (en román paladino aquí y ahora), la incontinencia verbal, quizá no tan molesta, al menos para quien la padece, que probablemente le gusta oírse, pero sí para quien la soporta, y que genera un progresivamente insoportable e ininteligible ruido de fondo que incrementa el estrépito de la vida (he vivido recientemente dos celebraciones gastronómicas, las dos en el Club de Tenis, y en ambas terminé absolutamente afónico, mudo, por el esfuerzo de intentar superar el ruido de fondo para hacerme oír, cuando lo más prudente habría sido comer y callar, que es lo que siempre decían mis padres que había que hacer en la mesa). No crean que exagero. El problema de la incontinencia verbal lo arrastra mucha gente que parece sentirse compelida o forzada a tener que estar hablando todo el rato, o tener que intervenir manifestando su punto de vista, aunque no fuera necesario decir lo que iban a decir y siendo más aconsejable haber permanecido callados. Frente a ellos los tímidos, a los que no hay manera de sacarles las palabras del cuerpo aunque se apretujen y apelotonen en tropel en su corazón y su mollera, pugnando por salir. Seguro que todos conocemos a bastantes personas que están aquejadas de incontinencia verbal (aunque no siempre sean conscientes de que padezcan ese síndrome o de que tengan por eso un problema), al igual que conoceremos también a unas cuantas aquejadas de lo segundo, es decir, de la timidez, tantas veces excesiva, que te lleva a privar a los demás de ideas, opiniones, emociones o vivencias dignas de ser compartidas y con las que habrías podido enriquecer su personalidad y sus vidas. Quienes están aquejados de incontinencia verbal no saben estarse callados, y no han conocido nunca, o por lo menos no lo han asumido, que sólo merece la pena hablar cuando las palabras mejoran el silencio. Ellos, por más impertinente o innecesario que pueda ser lo que se han propuesto decir, siempre tienen que decirlo. Les gusta que les oigan y les gusta oírse, hablan alto y fuerte, y hasta con mucha retórica y aspavientos, gesticulan mucho, y en cualquier reunión de amigos, o en cualquier asamblea de trabajadores de la empresa, por poner algunos ejemplos, que los habría innumerables, no hay que esperar mucho para que pidan su turno de palabra (el tímido ya lo sabe, lo estaba esperando y se ríe por dentro), y se reiteren después en cuatro, cinco, seis o más intervenciones en las que torturan a los demás, los aburren y les hacen perder el tiempo, con su retórica sólo brillante porque es desinhibida y se ejecuta sin vacilaciones ni complejos de ninguna clase, formulándose con la seguridad del tonto que está convencido de que no puede haber resquicio de duda en lo que dice, y que piensa que los demás callan porque otorgan o porque no tienen argumentos, cuando no siempre es así, sino que son tímidos y prudentes, quizá incluso algo pusilánimes, y creen que ya hay demasiado ruido y que más palabras sólo incrementarían la estrepitosa verbosidad de los incontinentes y tampoco mejorarían el silencio que ellos, los incontinentes, se han encargado de romper. Mientras, el tímido calla porque piensa -pusilánime- que podrían ponerse muchas objeciones a lo que dice…o que lo va a traicionar su propia inseguridad, lo que ya le ha pasado en otras ocasiones, quedándose corrido y avergonzado por dentro y lamentando haberse atrevido a intervenir. El tímido prefiere quedarse en un segundo plano…pensar y…callar. Después, en silencio, en secreto, y con absoluta libertad, ya dirá su opinión, si se lo permiten, es decir, si le dejan que manifieste su opinión mediante un procedimiento, o un voto, por ejemplo, secreto. Porque esa es otra, los estentóreos verborreicos, si hay que dilucidar algún asunto por votación, quieren siempre que sea a mano alzada, porque su propia mirada, altiva, soberbia, segura de sí misma, funciona muchas veces como mecanismo coactivo que condiciona y acogota al tímido, un ser frágil por naturaleza, al que deja desnudo y a la intemperie su mano levantada. La democracia como sistema y el parlamentarismo como fórmula para hacerla aparente, no constituyen el mejor hábitat de los tímidos que suelen ser muy capaces para el hacer, para el actuar, que son también capaces de expresar sus ideas en la intimidad o en círculos muy restringidos, pero que se sienten nerviosos y cortados cuando se trata de manifestar públicamente su pensamiento y expresar sus opiniones y puntos de vista, y no porque no los tengan sino porque puede con ellos, los atenazan, el pánico escénico y la vergüenza.

En fin…ustedes ya me entienden: hablamos demasiado, la mayor parte de las veces haciendo uso de un lenguaje ruidoso, trivial y vacío. Vivimos en una sociedad excesivamente ruidosa. Y, por si no era bastante, últimamente resuenan atronadores los perros de la guerra. Se callen los tambores, please…

 

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