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18 de julio: golpe, guerra y totalitarismo en España Featured

Sebastian Martín / Cuarto Poder

Uno de los principales males que ha padecido la historia de España ha sido precisamente el de ser eso, Historia de España. Al imponerse como precondición epistemológica la existencia de esa ‘España’, identificada a veces con un solar geográfico y otras con un pueblo eterno, su relato se ha construido sobre un objeto inventado y las claves analíticas que ha tendido a movilizar han sido endógenas. Esta debilidad es evidente en muchos estudios de época medieval y moderna, cuando la fragmentación, el localismo y el entrecruce de culturas eran tales que impedían la formulación de una identidad colectiva unitaria. Y aunque pudiera parecer lo contrario, se trata de un síntoma que también afecta a las investigaciones de historia contemporánea.

El objeto ‘España’ se tornó congruente con la realidad histórica cuando, perdido casi todo el imperio colonial, se comenzó a construir un Estado “nacional”. Aquel proceso arrancó en la década de los 1830 y prosiguió durante casi siglo y medio. Para este intervalo, la ‘España’ historiada coincide en términos aproximados con la ‘España’ que cualquier lector tiene de forma refleja en la cabeza. Sin embargo, incluso entonces, lo que empezaba a verificarse en nuestro país no era sino una tendencia objetiva general, que respondía a pautas y constantes que trascendían nuestras fronteras. Por eso, también el conocimiento en términos ‘nacionales’ de la España decimonónica resulta del todo insuficiente. Explicar los ritmos, medios y fines del proceso de estatalización español sólo en clave interna, a través de factores inmanentes a la propia ‘nación’, supone dejar fuera del análisis sus aspectos quizá más esclarecedores. Por eso hacer ‘Historia de la España contemporánea’ con la vista puesta sólo en ‘España’, aunque sea la perspectiva más común, arroja resultados incompletos.

Esta deficiencia se ha proyectado también en el examen historiográfico del golpe del 18 de julio y la posterior guerra civil. Se ha querido ver en ellos la consecuencia de taras genéticas del “pueblo español”, que convertían aquella tragedia casi en un destino fatal. El argumento más frecuente al respecto, y también el más superado, por más que lo invoquen autores como José Álvarez Junco, es el de la supuesta tendencia cainita de los españoles, que empujaba por necesidad al deseo irracional de querer liquidar al adversario.

A su lado, figura otro planteamiento de mayor interés. El del exagerado intervencionismo militar. Se trata de un fenómeno bien cierto, que hunde sus raíces no tanto en la génesis del Estado liberal, sino incluso en la política administrativa de los Borbones después de llegar al trono tras la Guerra de Sucesión. La propia construcción de la administración pública en España desde los años 30 del siglo XIX, con su configuración de las provincias y de los respectivos gobiernos civiles, estuvo mediada intensamente por la presencia y el protagonismo militares. La implantación del régimen constitucional en el país estuvo además marcada por la intervención constante y reticular del cuerpo castrense en la declaración y gestión de los estados de excepción. La institucionalización del ejército ya en tiempos de la Restauración lo convertía en recurso fundamental para la defensa del orden público interior frente al “enemigo interno”. Su hiperprotección penal, con engendros como la famosa Ley de Jurisdicciones (1906), que atribuía a la justicia uniformada el castigo de las injurias al ejército y su intervención permanente en la vida política y social, impidieron restringir su estatuto y función a la defensa armada frente a las agresiones externas.

Eso fue lo que en vano intentó Manuel Azaña con su reforma modernizadora del ejército durante el primer bienio de la República. Las contrarreformas del segundo bienio, el protagonismo del ejército en la bárbara represión de la revolución de octubre de 1934 y la política de José Mª Gil Robles al frente del Ministerio de la Guerra, con nombramientos y ascensos de oficiales ultraderechistas, afianzaron el rol tradicional del ejército como cuerpo estatal autónomo con capacidad para preservar discrecionalmente el orden público interior. Y algunos historiadores militares, como Joaquín Gil Honduvilla, explican la detonación del golpe como actuación de los militares coherente con ese papel asignado desde hacía décadas al ejército español.

Sin desmerecer este tipo de aproximación nacional, su olvido de las tendencias europeas coetáneas le condena a ofrecer soluciones en exceso parciales. El encuadre de la historia patria en la evolución general europea permite, por el contrario, iluminar aspectos de principio que pasan normalmente desapercibidos. El enfoque comparado arroja luz incluso sobre la cronología. Lo habitual entre nosotros ha sido, por ejemplo, divulgar la historia de España en periodos que unen la Restauración y la Dictadura de Primo de Rivera y la República y la guerra civil. La inscripción del devenir nacional en la corriente europea obliga, sin embargo, a una revisión de esta cadencia convencional.

Como ha sugerido la historiadora del derecho Marta Lorente, lo que sucede en España desde 1923 no es tanto la continuación de la Restauración y de la Constitución de 1876, por medios autoritarios, sino el ensayo de un experimento de corte moderno frente a los desafíos de la mal llamada “sociedad de masas”. En España, como en Italia, se respondió primeramente a los retos planteados por el movimiento obrero organizado con el expediente dictatorial, corporativo y nacionalista. Se abrió entonces una etapa nueva, que rompía en su significado básico con el Estado liberal de entresiglos.

A su vez, la correcta intelección de la República exige situarla junto a la dictadura, como ruptura explícita con ella y como expresión institucional del intento en España de dar respuesta democrática a los mismos desafíos. Por eso, para entender las implicaciones de 1931 no sólo hay que remitirse a Weimar o a la constitución austriaca de 1920; hay también que concebirlo como un proyecto perfeccionado y corregido de esa misma constelación democrática, bien consciente ya de la amenaza del fascismo.

La exposición histórica debería así agrupar en un mismo tramo a la dictadura y a la República que quiso reemplazarla. Y empezar después otro nuevo a partir de la institucionalización, bajo las bombas, del Estado franquista. Agrupar, como suele hacerse, República y guerra constituye un residuo inconsciente del franquismo, que atribuye a la primera la responsabilidad del desencadenamiento de la conflagración. Implica también descuidar un hecho historiográfico de primer orden: que en 1936-39 comenzó un año cero en la historia de nuestro país. Pudieron recuperarse figuras e instituciones, como el derecho matrimonial o el estatuto eclesiástico, en vigor antes de 1931, pero la restauración de las mismas operaba ya sobre una legitimidad radicalmente distinta: la del mito del ‘18 de julio’. Como ha puesto de relieve Ferrán Gallego, lo que distingue el acceso al poder del fascismo en España es que se verifica en una situación de guerra, con la institucionalidad anteriormente vigente arrasada por completo. A diferencia de los fascismos alemán o italiano, el español pudo construir su criatura estatal en el contexto que mejor permitía configurarla desde cero y por entero, el de una guerra triunfal contra los enemigos de la comunidad.

Y esta nueva etapa histórica se abrió con la praxis propia del totalitarismo. No sólo se decantaron en ella males nacionales, sino que se instalaron en el país dinámicas y dispositivos propios de la práctica política totalitaria. Examinar la guerra al trasluz del auge de los fascismos europeos supone así algo más que documentar la intervención en ella de Italia y Alemania. Obliga también a poner en relación el proceso de construcción del Estado franquista con los proyectos totalitarios coetáneos. Y para realizar tal ejercicio de comparación, lo primero que se requiere es un concepto preciso de totalitarismo.

La noción vulgar lo asocia con un modelo político donde el Estado controla todos los resortes de la sociedad, desde la cultura y la política hasta la economía. Una dictadura totalitaria sería así un ente político omnipotente, coronado en la persona de un dictador. Su omnipotencia serviría al propósito paradójico de pacificar violentamente el orden social. Esta concepción superficial olvida lo básico y conduce a equívocos lamentables. El totalitarismo, como bien pusieron de relieve algunas de sus víctimas –v. gr. Franz Neumann o Ernst Fraenkel–, no se caracterizó por la planificación implacable del orden, sino por el más absoluto de los desórdenes, provocado a su vez por una arbitrariedad crónica, estructural, permanente. Y ese ejercicio arbitrario del poder estuvo siempre ligado a la liquidación y asimilación del enemigo político con el propósito de construir, por la violencia, una nueva comunidad nacional.

El totalitarismo así concebido es lo que comienza a aplicarse en España desde el propio 18 de julio. La (in)justicia castrense aplicada a los militares que no se sumaron al golpe o a los ciudadanos acusados de “delito de rebelión” por haber defendido la República, es un buen laboratorio en el que comprobarlo. Los bandos y procesos militares han sido estudiados, con dispar orientación, por el citado Gil Honduvilla o por el imprescindible historiador Francisco Espinosa. En ellos no se perseguía penalmente la comisión de determinadas infracciones, sino la condición y la afiliación política que los individuos tuvieron, no a partir del 18 de julio, sino durante el propio régimen republicano. Como corresponde a una praxis penal totalitaria, a hechos idénticos, les fue aplicada diferente condena y el simulacro de la justicia formal fue en muchas ocasiones una mera cobertura para efectuar venganzas personales por motivos privados.

Esta dinámica de perseguir y liquidar a ciudadanos, no por lo que hubiesen realizado, sino por cómo se habían comportado políticamente antes del golpe, fue proseguida después de 1939 con leyes como la de seguridad del Estado o la de Responsabilidades Políticas, en una clara muestra de continuidad de las prácticas totalitarias en España. El fin continuaba siendo depurar la comunidad de sus enemigos. Y el medio preponderante, el de su eliminación o exclusión, aunque comenzó a practicarse cada vez más el de la asimilación autoritaria.

Si hay, de hecho, una clave nacional de sumo interés para ver las raíces patrias del totalitarismo español, esa es la de identificar a los enemigos que el franquismo, desde un primer momento, se propuso erradicar o asimilar: socialistas, comunistas, anarquistas, separatistas y republicanos, es decir, los mismos que la oligarquía liberal-conservadora llevaba persiguiendo desde mediados del siglo XIX. Contemplado desde este enfoque, el golpe vino a ser una suerte de “solución final” aplicada contra los “enemigos” tradicionales de la comunidad imaginada y deseada por la élite dirigente.

En conclusión, para entender mejor el 18 de julio y sus consecuencias no se requiere tanto un volumen mayor de hechos conocidos cuanto una modificación del enfoque de partida. Queda mucho para que se torne en mayoritaria la evidencia, señalada por Espinosa, de que en buena parte del territorio, la sudoccidental concretamente, no existió siquiera “guerra civil”. Lo que hubo fue un ejército auxiliado por escuadrones de voluntarios masacrando a población inerme. Otros autores, como Pablo Sánchez León, subrayan el papel que tuvo el integrismo religioso en la canalización efectiva de la guerra entendida como “Cruzada”. Y otros, como Helen Graham, procuran situar el juicio histórico sobre la sublevación y la guerra en una más general historia europea.

Colocados en esta última plataforma se torna evidente la esencia totalitaria del franquismo desde su propio arranque. Si hubiese sido derrotado junto al nazi-fascismo en 1945, a día de hoy constituiría la desgraciada caída española en el totalitarismo, pero no fue así. Sobrevivió. ¿Se quiere decir con ello que por eso dejó de ser totalitario? En absoluto. Estudios como el del citado Ferrán Gallego muestran cómo lo que sirvió en 1939-43 para presentar la versión hispana del totalitarismo, esto es, el fundamentalismo católico, fue esgrimido después, cuando Hitler y Mussolini cayeron en desgracia, como lo que distinguía al franquismo del totalitarismo, su esencia “cristiana”. Pero aquel Estado católico no fue el fruto de una ruptura con el “18 de julio” y todo lo que éste implicaba de “purificación nacional”; al revés. La legitimidad de origen continuó siendo aquella barbarie totalitaria inicial. Y lo que vino en los años 1950, como también sugiere Gallego, más que romper con estos orígenes, los llevó a la plenitud de sus consecuencias. Es aquí donde están los desafíos interpretativos más sugerentes de la historiografía jurídica y política actual.

Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla.

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