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Por una confluencia de izquierdas Featured

  Víctor Alonso Rocafort /Contexto y Acción

Íñigo Errejón está exponiendo estos días las razones de su rechazo a una confluencia de izquierdas. En una reciente entrevista manifestaba lo siguiente: “La hoja de ruta ganadora pasa por la transversalidad. La diferencia política más drástica hoy en España no está entre derecha e izquierda, sino entre la gente y una pequeña minoría. Entre democracia y oligarquía. Sobre esa diferencia se puede construir una mayoría popular alternativa. Esa es la hoja de ruta ganadora, y no la de refundar la izquierda”. En este breve pero sustancioso párrafo se concentran los ejes teóricos de su postura. Y a mi entender también sus debilidades.

En primer lugar, Errejón nos pide un acto de fe hacia su postura. La transversalidad nos traerá la victoria, afirma. Desde la aparición de Podemos muchos hemos compartido la importancia que daban a ganar, sí, pero siempre que se hiciera bien. Conocemos demasiado los valores de la cultura corporativa capitalista, competitiva a cualquier precio, y la experiencia del PSOE en este país como para dar un cheque en blanco a quien nos prometa ganar a secas. En la izquierda siempre nos ha importado el cómo. Por eso hemos escogido nuestras derrotas. El que alzaba la voz crítica frente al poderoso, el que se mantenía firme entre esquiroles que cruzaban de bando, el que no se perdía a sí mismo saltando a caballo ganador. Eso ha sido y será la izquierda.

 Hasta el momento no se ha demostrado esta relación de lo transversal en Podemos con la victoria. Tercera fuerza en las últimas elecciones generales, estaríamos incluso hablando de otra cosa de no haber confluido en Galicia, Cataluña y Comunidad Valenciana. Allá donde se ganó, como en los llamados ayuntamientos del cambio, Podemos se presentó también junto a fuerzas de izquierdas.

A continuación Errejón establece una vieja oposición binaria recurrente en su discurso: élite/pueblo, pequeña minoría/gente. Se trata de una división típica del populismo y que en toda Europa la extrema derecha está utilizando profusamente. No creo que sea útil abordarlo en este contexto, tampoco a la manera peronista.

En primer lugar, se parte de una gran ficción. Esto no es extraño con los conceptos políticos, lo que ocurre es que en este caso resulta dañina. Frente a una pequeña minoría malvada, corrupta, a la que hace meses se le llamaba casta, se encuentra la gente decente, el pueblo unitario, homogéneo y santo. Los de abajo. En esta visión el pueblo necesita un enemigo para hacerse político. Responde asimismo a la típica adulación de todo demagogo que se precie desde tiempos inmemoriales. El pueblo es uno y aparentemente es lo más. Pero si rascas, se comprueba que el concepto nos lleva a una masa informe y pasiva.

Sabemos que todo esto no es verdad. Pero a efectos de discurso, históricamente, conocemos de su gran efectividad. Hace 80 años también se utilizó. Esa pequeña minoría malvada además de capitalista era judía. Carl Schmitt, el jurista nazi alemán que forma la base del pensamiento de los inspiradores de Errejón, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, lo teorizó justo en aquel entonces en Estado, movimiento, pueblo. El partido-movimiento “penetra, moldea y lidera” al pueblo unitario. Se busca la base emocional, una identidad común ligada a un enemigo y a la idea de patria.

La democracia sin embargo es otra cosa. Reside en reconocer con realismo la pluralidad irreductible de cada cual, nuestras diferencias por dentro y por fuera, de nuestros rasgos y cabellos, de nuestros corazones y pensamientos. La política democrática obra el milagro de la igualdad, la ficción, esta sí cívica y constructiva, de que somos iguales, personas con los mismos derechos a la hora de decir y decidir sobre lo público. La ciudadanía es política, autónoma, sin necesidad de un enemigo común ni nadie que la conduzca. Las identidades políticas colectivas tienden a ser libres cuando son democráticas, alianzas que proponen y resisten sin corsés, basándose en realidades materiales y de opresión. Es un asunto demasiado delicado y complejo para resolverlo desde el inquietante brochazo populista.

El binomio élite/pueblo decíamos que trae aparejada la masa compacta. Esta nos ofrece al líder idolatrado y tras él viene el núcleo apostólico irradiador. Se blasfema contra la élite en el poder, pero el marco está listo para que una renovada minoría organizada gobierne tras asaltarlo pues, sentencian los elitistas con realismo, siempre ha sido así. Nosotros ahora seremos los buenos, concluyen.

Elitismo no es democracia. Y Podemos, nos hemos cansado de insistir en ello estos años, se ha construido hasta el momento con las costuras exactas de un partido vertical. Precisamente Errejón viene de dominar el aspecto organizativo de su partido.

La expresión de “construir pueblo” revela precisamente toda la omnipotencia elitista. Como seres divinos, como demiurgos, la vanguardia ilustrada de Podemos, los “mejores” —como tantas veces se han autoproclamado—, modelará la basta materia popular. Para ello habrán de hablarnos a nuestro nivel, descender al eslogan, ensuciarse en el barro de las tertulias televisivas. Todo sea por convertir y con-vencer. El pueblo crece, pasivo, a su sombra.

Y llegamos a la oposición clave, aquella que a mi juicio desmonta todo el discurso errejonista: democracia/oligarquía. Cuando la formulan suelen quedarse aquí, no van más allá de la enunciación de estos significantes enfrentados. Y sin embargo resulta fundamental saber qué significa oligarquía para decidir cómo transformarla en democracia, si desde la transversalidad o desde una confluencia de izquierdas.

En la actualidad autores como Jeffrey Winters, Peter Simpson, Steven C. Skultety, Leah Bradshaw, Martin Gilens, desde hace un tiempo Cornelius Castoriadis o Jacques Rancière, desde hace más todavía Platón y Aristóteles. Las fuentes son variadas para entender qué es una oligarquía. En lo que parece haber acuerdo es que esta forma de régimen no significa gobierno de los pocos, como una lectura apresurada pueda hacernos creer. En una oligarquía mandan aquellos que poseen el gran patrimonio y las rentas más altas, aquellos que son capaces de transformar este poder material en influencia y poder político. El que sean pocos viene dado.

Lo que Aristóteles denominaba politeia y que solemos traducir como régimen no se basaba en cuestiones legales o institucionales. Iba más allá. Un régimen es una forma de vida, un carácter (ethos) que domina la comunidad y se inserta en el carácter de las clases dominantes. De ahí pasa al resto. Una Constitución podía denominarse democrática, argüía Aristóteles, pero si en el día a día la comunidad se comportaba como una oligarquía... era una oligarquía.

Winters sostiene que se precisa un determinado Estado de derecho para atar los intereses oligárquicos: hacer de la propiedad algo intocable y sacrosanto, hacer de los derechos socioeconómicos algo meramente nominal. Una fuerza armada pública para defender estos pilares y toda una Industria de Defensa del Ingreso donde representantes, asesores y lobistas se engarcen protegiendo un sistema fiscal débil e injusto.

Ahí están pues las bases de la oligarquía. El sistema económico capitalista encaja como un guante y lo potencia. Y más allá de eso un carácter dominado por una noción de justicia que justifique la desigualdad y la jerarquía. Meritocracia, movilidad social y justas recompensas al esforzado talento calarán, junto al sentido común neoliberal de nuestra época, para dar su ethos final al régimen… y a todos nosotros. Se expandirá una idea de felicidad por acumulación y ganancia que deja al individuo contemporáneo con graves problemas de gobierno interno y al planeta al borde del desastre.

Y ahora pregunto: ¿cómo pretende la transversalidad errejonista superar la oligarquía? ¿Renunciando a las nacionalizaciones de sectores estratégicos? ¿Cediendo hasta en reformas laborales cuando se les presiona un poco? ¿Dejando a un lado el proceso constituyente? ¿Haciendo la ola a la OTAN, fuerza de choque de las oligarquías occidentales? ¿Aparcando el debate sobre una monarquía inserta en el corazón oligarca del régimen? ¿Pidiendo perdón a la Iglesia o dejando en la estacada a todo titiritero que detengan?

Atrapar votos tratando de contentar a unos y otros no es transformar un régimen. Bajar los símbolos y banderas para dar todo el peso a los poderosos argumentos de la izquierda frente a una crisis sistémica, como acertadamente propuso Anguita hace ya unos años, no significa el vaciamiento estratégico de las propuestas. Si quieres democracia se precisa un carácter que no se obtendrá jamás desde el verticalismo o los significantes vacíos. Un ethos democrático que en cambio sí empezó a calar y expandirse el 15M. Por eso estos días también es importante París. 

La democracia se construye desde el coraje cívico y el capitalismo se supera desde la izquierda. Hemos de atrevernos a la ruptura con el régimen oligárquico, sin ceder a cada paso en cuestiones básicas. Coincido en este caso con Alberto Garzón en que el debate hoy una vez más está entre reforma o ruptura, en términos semejantes al que ya Rosa Luxemburgo alumbrara en la izquierda europea hace un siglo.

Se hace democracia desde la propia organización política, desde la justicia que se defiende. El escándalo democrático reside en la confianza política en los cualquiera, como dice Rancière, y no en esa autoparafernalia de los mejores y los expertos. Lo justo democráticamente hablando es que decidamos entre todos sobre lo que nos afecta a todos. Hacia allá hay que dirigirse.

Una confluencia para cambiar el régimen ha de construirse desde la izquierda o será para otra cosa. Si priorizamos los intereses de las clases populares y sus preferencias, alcanzarla es ya un deber ineludible. Respetando las identidades de cada cual. Desde un protagonismo ciudadano real. Deshaciendo el carácter, la constitución y la representación oligárquica para tornarlas democráticas. Cuando el auténtico poder ya no reside en el Palacio de Invierno, ahí se encuentra la revolución política del siglo XXI

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