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De vaca sagrada a burbuja insostenible (pasando por la gran prostitución) Featured

Pedro Costa Morata/Nueva Tribuna

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·         «El turismo masivo es altamente degradante en lo ambiental e intensamente consumidora en recursos esenciales como el agua, el suelo, la energía y el paisaje».

·         «Para este año se esperaba alcanzar la cota histórica de 85 millones de llegadas que aportaran el 11 por ciento del PIB nacional».

·         «Las protestas pretenden que el turismo ya no pueda ser el de una vaca sagrada de generosas ubres, ubicua, benéfica y, por lo tanto, intocable».

 

La reacción ha tardado en producirse pero ha llegado al fin: las protestas contra el turismo masivo y agobiante que, iniciadas en Barcelona, se han extendido como mancha de aceite, denuncia la agresión generalizada a la que ha llegado esta invasión ubicua y atosigante, con unas cotas de deformación y estupidez que se hace necesario actuar contra ella en sus formas más insoportables, empezando por describir su significación con exactitud: un gran negocio, sí, pero que al mismo tiempo supone una industria masiva y desbocada cuyos daños, crecientes e inconmensurables, puede que ya alcancen a sus beneficios. En el marco acuciante del cambio climático esta actividad –que es altamente degradante en lo ambiental e intensamente consumidora en recursos esenciales como el agua, el suelo, la energía y el paisaje– debe revisarse en sentido restrictivo, con numerosos y decisivos controles y, sobre todo, con su desmitificación radical, puesto que su evidente insostenibilidad sigue conviviendo con un tradicional estatus de privilegio.

El escándalo ha venido bien, con esos activistas iniciando su denuncia corrosiva en Barcelona, justamente cuando las cifras, los hoteleros y los políticos destacaban los récords obtenidos y los éxitos sin precedentes: con un incremento sostenido del 31 por ciento en las entradas durante los últimos cinco años, para este año se esperaban diez millones más de turistas extranjeros que en 2016, alcanzando la cota histórica de 85 millones de llegadas y aportando el 11 por ciento del PIB nacional.

Hasta ahora, los escasos y tímidos intentos por paliar los daños del turismo, vía impuestos, han fracasado por la rotunda oposición de los hoteleros y la débil convicción de los distintos gobiernos, como sucedió con la mínima tasa de pernoctación en Baleares. Justamente en unas islas donde los daños ambientales y culturales vienen siendo inmensos desde que se acuñara aquel término, peyorativo e ineficaz, de “balearización”, aludiendo a un monocultivo turístico imprudente y vulnerable, y por ello mismo indeseable.

No han servido de advertencia las alarmas, que las poblaciones “indígenas” han conseguido, tras ímprobos esfuerzos, transmitir a las autoridades municipales de símbolos turísticos como Venecia o Amsterdam, pidiendo socorro por la asfixia que les produce una marea humana que no hace sino crecer, envileciendo todos los aspectos materiales y morales de la vida ordinaria.

Recientemente las alarmas venían de Machu Pichu, uno de los destinos más solicitados de Latinoamérica, donde hay que restringir ya las visitas ante la impotencia por ordenar la afluencia humana. Y qué decir del espectáculo, indescriptible desde tantos puntos de vista, de las decenas de expediciones que huellan casi cada día el Everest, con centenares de escaladores y caprichosos; o de las excursiones por la Antártida, cada vez más masivas y osadas… En España la protesta se ha iniciado en Barcelona, donde el malestar ya se hacía insoportable, mezclándose la riada humana permanente con el desorden de los alojamientos, pero se ha extendido inmediatamente a otras áreas, como Baleares e incluso el País Vasco, donde el turismo –si exceptuamos plazas singulares como San Sebastián–, no deja aún sentir su impronta más negativa. Se trata de un rechazo que no es instintivo, que viene cargado de motivos y de experiencia, que quiere salir al paso de la avalancha que envuelve y amenaza y que pretende poner, por fin, al turismo en su sitio, que ya no puede ser el de una vaca sagrada de generosas ubres, ubicua, benéfica y, por lo tanto, intocable.

Viene bien, pues, forzar una revisión a fondo del turismo en España –aureolado todavía como ideología incontestable al modo franquista–, evaluando sus daños, límites y perversiones. De éstas, no es la menor el que haya dado lugar a un sector /subsector productivo en el que las condiciones sociales y laborales han ido degradándose hasta niveles indescriptibles, semejantes a los que viven los asalariados del campo, es decir, rondando la esclavitud por mor de salarios de hambre y horarios inhumanos. Siendo una actividad regida por principios capitalistas nítidos –economías de escala, productividad centrada en los salarios, expansionismo alocado carente de planificación…– la masificación era inevitable y de ahí se derivan las alarmas más fundadas. Una buena parte de la construcción desbocada que ocasionó nuestra burbuja inmobiliaria ha sido de naturaleza turística y se ha ubicado en la orla litoral, especialmente la mediterránea y la canaria. En este sentido, tienen razón quienes defienden el “modelo Benidorm” de implantación turística ya que, al concentrar personas y alojamientos, alivian al territorio de la ocupación pérfida del chalet o del bloque de apartamentos: hoteles y campings son la opción más civilizada frente a la propiedad inmobiliaria de implantación difusa y extensiva en el espacio.

Pero, sobre todo, los hechos vuelven a respaldar la acción infatigable de los ecologistas defensores del litoral, el paisaje y la naturaleza que, a mandoblazos, vienen desde los años 60 defendiendo el territorio de las inversiones turísticas más perniciosas: urbanizaciones, ocupación o afección de playas, dunas, acantilados, zonas húmedas, islas… siendo de esta manera los únicos críticos activos y constantes del turismo depredador, enfrentándose siempre a todos los poderes políticos y empresariales, así como a la gran prensa… En esta lucha reivindicativa las crisis económicas sucesivas sólo han supuesto leves respiros ya que el turismo en nuestro país no ha sufrido retrocesos catastróficos.

España ha producido numerosos y muy avisados expertos –incluso intelectuales– del turismo, pero la visión crítica ha brillado por su ausencia o ha supuesto una mera nota a pie de página en los sesudos tratados y textos editoriales y académicos. El proceso de sumisión a esta realidad invasora y contundente, que nunca ha escaseado de dinero para invertir en propaganda y en cuidar a innumerables especialistas, ha llevado a una situación en la que la multiplicación de fuerzas consentidoras (y beneficiarias) nos ha llevado a esa gran prostitución socioeconómica, demasiado generalizada, que ha sometido personas, territorios y valores sin cuento a unos intereses vulgares y perniciosos. La sociología del turismo en España, puntera en el mundo, puede describirse como una disciplina sometida, escasamente crítica y, en consecuencia, degradada y humillada.

Fue E. J. Mishan quien ya subrayó en Los costes del desarrollo económico, publicado en 1967, que si se contabilizaran adecuadamente los costes sociales y económicos de las expediciones turísticas en la sabana de Kenia, seguramente se concluiría en que la actividad resultaba ruinosa. En el caso español esto es así desde hace años, aunque se siga eludiendo la evaluación de los daños del turismo en moneda constante y sonante en ciertos territorios y en algunas de esas actividades, pero se trata de costes que las empresas eluden, recayendo en especial en la sociedad y el medio ambiente.

Un desvarío, como muestra –llegado de la mano de la “racionalidad económica”, por supuesto– es el del inconcebible negocio de los vuelos de bajo coste, el modo de transporte más contaminante y perturbador cuyos precios, en consecuencia, debieran recargarse hasta hacerse, para gran cantidad de destinos, claramente prohibitivos.

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