Parece una causa pequeña por la cantidad de personas a las que afecta y, sobre todo, por el volumen de negocio que representa. Nos hemos acostumbrado a que este último factor sea siempre el decisivo a la hora de categorizar las prioridades, pero a menudo estalla contra la realidad. La situación laboral de los repartidores de webs y aplicaciones móviles de comida eleva a la enésima potencia la escandalosa realidad de los falsos autónomos, trabajadores por cuenta ajena a cuyos patrones se les consiente que los obliguen a darse de alta en una categoría que no les corresponde para poder ahorrarse sus cuotas de la Seguridad Social, ni más ni menos. En el caso de los ciclistas repartidores, este abuso, tan extendido que se diría ya tradicional, se complementa con un trato tan injusto y arbitrario que resulta inverosímil en un país que se pretende civilizado. Los empresarios se escudan en la legislación ambigua, cuando no inexistente, propia de los desarrollos económicos novedosos, que no encajan en los modelos conocidos, pero lo que cuentan los afectados es tan brutal que parece mentira la falta de reacción que han demostrado tanto el Gobierno como los partidos con representación parlamentaria. La siniestra calidad de una explotación sin reglas, propia del Salvaje Oeste, debería pesar aquí más que la cantidad de dinero que mueven los pedales de las bicicletas de estos desamparados trabajadores. Y por muy evidente que sea que nuestra democracia necesita reformas, y sobre la satisfacción con la que media Cámara celebra las noticias sobre el crecimiento económico que tantos ciudadanos no han experimentado aún, resulta difícil concebir una tarea más urgente que legislar contra la explotación en pleno siglo XXI.
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