Este fin de semana vamos a asistir a una de esas situaciones paradójicas que nos brinda, con demasiada frecuencia diríamos, el mundo de la política. Se va a celebrar el congreso regional del PP en el que va ser elevado unánimemente a los altares como jefe supremo en el ámbito autonómico el presidente regional Pedro Antonio Sánchez. Como acostumbran, los populares van a desarrollar una sobreactuación para mostrarnos, no ya lo contentos que están con este jefe, sino la suerte que tenemos los murcianos de tenerlo en San Esteban.
En cualquier partido sujeto a la lógica democrática se produciría de forma natural un sano debate y se expresaría una diversidad de opiniones e ideas que enriquecerían una organización con miles de afiliados, y aún más en momentos tan críticos. Pero sabemos que esto no va a ocurrir: en los partidos cesaristas nadie osa discutir la opinión del jefe y no hay otra vía para la discrepancia que abandonar la formación.
En realidad el cónclave va a proclamar políticamente la inocencia de Pedro Antonio al mismo tiempo que la infinita maldad de sus adversarios, y la ceremonia se va a convertir en un descarado ejercicio de presión sobre los jueces que están decidiendo si lo llevan a juicio por cuatro graves delitos, como propone la titular de Lorca y la fiscalía del TSJ. Y también sobre sus anteriores y dubitativos aliados de Ciudadanos. Porque, y esta es la paradoja, tras la muestra de entusiasmada adhesión al líder indiscutible y providencial, lo que hay no es sino un político imputado que tiene muchas opciones de acabar como encausado y que, a falta de saber si ha delinquido, ha hecho ya cosas tan feas como faltar a su palabra, incumplir un acuerdo de investidura y violar la ley de Transparencia.
Al final lo que tenemos es un político que ha asumido como propio el lema que el más afamado de los Borgia tomó del dictador romano que acabó con el régimen republicano: O Cesar o nada.