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“Un paraguas, dos paraguas, tres paraguas”…(reedición porque llueve…o ha llovido) Featured

Bartolomé Marcos

La mañana del martes, 22 de Noviembre, amaneció inusual y excepcionalmente lluviosa en Cieza, este sediento pueblo sureño en el que, de tan poco llover, pareciera que no va a llover nunca. Fue una lluvia largo tiempo esperada y vital para la supervivencia misma de la ciudad, en cuyo privilegiadísimo entorno natural se hacen evidentes las señales del imparable cambio climático y del desolador avance del desierto. Ese día, por fin, desde el refugio confortable de las sábanas, en ese agujerito de avestruz plácido aparentemente, a prueba de todas las inclemencias, no sólo las meteorológicas, por fin, se oía llover. El agua caía con fuerza y yo la escuchaba repiquetear con feliz estrépito sobre la uralita que cubre parte de nuestro patio de luces.  Qué felicidad. No me permitía dormir, pero eso no importaba, porque el sonido de la lluvia, si no adormecedor, sí que resultaba placentero, arrullador y melodioso.

De cualquier manera, no permanecí en la cama hasta mucho más tarde de lo habitual. Soy madrugador y tempranero, y apenas amaneció ya estaba en pie. Sobre las ocho de la mañana me dispuse a salir a la calle. Iba a llevar a mi hija Patricia, que por cierto se casa el sábado, 3 de Diciembre (no sé si lo había dicho antes en alguna ocasión) hasta el instituto “Los Albares”, donde trabaja este curso. Sin embargo, había una pega: seguía lloviendo con cierta intensidad, y precisaba de un paraguas. Se lo dije a mi dueña y señora, que me respondió que en casa no había ninguno, que el último me lo había llevado yo mismo cuando cayeron las últimas cuatro gotas, hacía unos meses, y que no había vuelto, tal y como había ocurrido con los otros cuatro o cinco paraguas que había en casa y que habían ido saliendo todos ellos  para no volver, que yo sabría dónde estaban. No podía ser, dije, yo no me los había llevado todos, y alguno tenía que quedar en vaya usted a saber qué perdido rincón de cualquier armario, aunque los pisitos actuales, con su rentabilización límite del espacio, carecen de las expectativas, los rincones insólitos y la capacidad de sorpresa de las casas antiguas. No obstante, ante mi insistencia, mi señora y dueña se levantó también, encendió las luces de todas las habitaciones de la casa, incluidas las de mi hija y mi hijo, que aún dormían plácidamente. Entre protestas de la una y del otro, ¡eureka!...del fondo de una  caja en la que aún se guarda la ropa para un invierno que no acaba de llegar, salió un pequeño paraguas plegable. Lo sabía, le dije, tenía que haber alguno. Bueno, llévatelo, pero que vuelva a casa, me dijo ella. No te preocupes: lo traeré y buscaré además todos los que haya podido ir dejando fuera de casa. Salí a la calle con el paraguas cuando la lluvia era menos intensa y apenas si chispeaba. Anduve unos doscientos metros hasta el parking Gran Vía en el que encierro el coche. Plegué el paraguas y abrí el maletero para dejarlo momentáneamente allí, descubriendo entonces que en el maletero ya había nada menos que tres paraguas más, uno plegable como el último que habíamos encontrado en casa, otro grande de color negro, otro con un estampado de colores chillones cuyo propietario era una incógnita para mí, y otro blanco de tela fina, que, por sus grandes dimensiones, más que paraguas semejaba un parasol o sombrilla de playa, y cuyo dueño tampoco se me alcanzaba. Sin contar la sombrilla familiar de playa propiamente dicha, que habitualmente reside allí, aunque justifique su existencia sólo quince días al año. Cuatro paraguas y una sombrilla. Bien, me dije, después los llevaré a casa, lo de esta mañana no volverá a pasar, sintiendo una ligera pero perceptible sensación de “déjà vu” cuando me hacía esta reflexión a mí mismo. Arranqué el coche y salí de la cochera, recogí a mi hija y la dejé en la puerta de su centro de trabajo. Ya no llovía y el paraguas se quedó en el maletero. Pero es que el miércoles, 23 de Noviembre, volvió a amanecer lloviendo en Cieza, volví a la misma operación del día anterior, con el resultado que todos ustedes han adivinado ya de que ha aumentado la cosecha de paraguas de mi maletero, cosecha que paradójicamente crece cuando no llueve.  

¿Qué creen ustedes que pasará cuando dentro de unos meses vuelvan a caer cuatro gotas sobre esta tierra irredenta? Pues lo que ya han adivinado: que no habrá en casa ningún paraguas disponible, que, quizás, tras mucho buscar, por casualidad, saldrá uno de una caja recóndita y olvidada, y que, para entonces, en el maletero de mi coche habrá seis paraguas y una sombrilla de playa. Sólo espero que el sábado, 3 de Diciembre, día en el que se casa mi hija Patricia, no llueva. Claro que, si llueve, siempre podré recurrir al paragüero de emergencia de mi maletero.  Y todo esto pasa, queridos amigos que me leéis pacientemente, porque yo soy despistado, sí, pero sobre todo porque ésta es una tierra dejada de la mano de Dios y olvidada por la lluvia, en la que sólo nos acordamos del paraguas – o de los seis paraguas que viajan conmigo por doquier en el maletero de mi coche- cuando llueve. Y eso –adiós oasis, hola desierto- no ocurre casi nunca.

Y ahora, adivina adivinanza: ¿cuántos paraguas hay ahora mismo en mi maletero?

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