28.04.23 / Pascual Gómez Yuste.- Una escuela rural, unos niños que se entregan a la aventura de vivir entre la intensidad inacabable de los días y el devenir histórico en el cual se inspiran y transcurren los hechos son los mimbres con los que Joaquín Gómez Carrillo arma una brillante novela que regresa a su paraíso literario: la infancia. En cierto modo recuerda a aquellos libros que explican las cosas básicas de la vida como el paso del tiempo o la importancia de los afectos. Son sesenta y siete capítulos aderezados con la ternura y el humor de sus protagonistas. Una narración sobre la que gravita el ambiente social de la época, que está bien apuntado y bien utilizado para construir la historia. Con estos elementos ha tejido una trama que demuestra que el pasado puede ser evocado con cierta satisfacción, desempolvando las alegrías que en su momento proporcionó al autor la niñez y la primera juventud.

La nueva y esperada novela del articulista y escritor ciezano, ‘La patria que nos queda’, lo es sobre la vida cotidiana y lo indecible, eso tan grande, intenso o extraordinario que no puede ser expresado o descrito. Claro que también reflexiona sobre el contexto social en el que se desarrolla el argumento, el curso escolar 1965-1966. Pero es verdad que el hijo del querido y admirado Guillermo del Madroñal no pudo escribir sólo esta novela para hablarnos de una circunstancia tan conocida por él. Está muy bien concebida y estructurada a pesar de su extensión. La mirada del autor trabaja desde los niños protagonistas y sus circunstancias personales, aunque también se ocupa cuidadosamente de trazar el resto de los caracteres principales. “Los personajes llevan el ADN del autor, esto es inevitable, porque para crearlos he echado mano de mi experiencia”, explica. 

Ya desde la primera página la calidad y variedad de los recursos expresivos se manifiestan sin el menor pudor. Hay un narrador apenas perceptible que se mezcla con la voces y los pensamientos de los personajes. Las voces son muy sonoras y definidas, tanto populares como cultas, y reflejan y diferencian personajes y actitudes, estamentos y pensamientos, con claridad y precisión. “Aparecen alumnos que pertenecen a familias que no viven de la tierra. Por ejemplo, hay una niña que es hija de un tejero y ello me da pie a explicar el oficio de fabricar tejas y ladrillos. O incluyo a hijos de colmeneros”. Las imágenes literarias son concisas y se usan sin abuso, poseen convicción y un sugerente poder de síntesis. En definitiva, lo que corresponde a un escritor hecho y derecho y, por ello, dispuesto al riesgo. “Doy dosis de información para hacer agradable y ágil la lectura”.

Y la lealtad al mundo propio de Gómez, a sus referentes más constantes, está en esos y otros capítulos en los que se desarrolla la trama. “Hablamos de una sociedad rural que, a mediados de los años sesenta del pasado siglo XX, carecía de luz eléctrica en sus casas. Todo era muy precario”. A los protagonistas de la novela y al narrador le atrapan las historias que le cuentan sus mayores, pero ése es uno solo de los múltiples caminos hacia el pasado oculto que sigue la novela: los otros dos fundamentales enlazan en la indagación sobre la desaparición de modos de vida y costumbres con la peripecia de supervivencia de los abuelos de la posguerra. En su manera de escribir destaca su tenacidad para sacar a la luz aquellos tiempos, negando que aquel pasado callado se quede guardado en alcanfor. La trama transcurre en un lugar que no es necesario identificar.

En la presentación del libro, cuando la locutora María Luis Ortiz pregunta por el significado del título, tiene la oportunidad de explicarlo: “El título es un guiño, una apuesta por los sentimientos. De todas las patrias que un día nos enseñaron a reconocer como nuestras; de todas las patrias que nos dijeron que debemos sentir, defender y amar; de todas, aquélla de la niñez y la primera juventud, donde habita el nido de nuestras emociones primeras; aquella, pura, que atesoramos para siempre en el corazón; aquélla que nos mantiene enraizados a la historia de cada una de nuestras vidas, aquélla, al final de todo, es la única, la verdadera”. A pesar de los sinsabores que haya dejado la existencia, el viaje parece haber merecido la pena, tal y como se desprende de sus palabras. “Las personas somos recuerdos, y éstos son importantes cuando en la madurez echas la vista atrás”.

En resumidas cuentas, una novela redonda, honda, sugerente, llena de sentido y sensibilidad, bien armada y mejor escrita cuya extensión esta vez sí se agradece porque, cuando el talento literario se extiende a 600 páginas, uno desea que no acabe nunca. Su lectura, además de felicidad literaria, puede proporcionar entendimiento y reflexión, que son virtudes siempre recomendables para cultivar y desarrollar las relaciones entre personas. Alude al pasado y a la nostalgia por lo perdido. Es una obra elaborada y documentada hasta la saciedad (el accidente nuclear de Palomares o la celebración del referéndum sobre la Ley Orgánica del Estado) y dispuesta a convencer al más reacio de que, en realidad, no es el mapa donde se encuentra la patria, sino en la infancia. Una lección magistral de ficción y verdad que habla de vida y vivencia, experiencias que contribuyen a configurar la personalidad.