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Daenerys no debía de leer mucho a Kant, quien vino a decir que la libertad y la democracia son extrañas cuando se tiene que vender la propia vida

José Daniel Espejo/La Verdad.- Hay un momento muy interesante en 'Juego de Tronos', después de que Daenerys conquista con sus dragones las ciudades esclavistas y declara la liberación inmediata de todos los siervos. A continuación se autoproclama reina y se pone a lo suyo: discursos, amantes, safaris, esas cosas, pero pasa un tiempo y a la recepción real se le presenta un súbdito: que la libertad muy bien y tal, pero que él ya ha bajado cuatro tallas y que si puede volver a casa de su amo, que como allí las croquetas en ningún sitio. Daenerys pone cara de mátame camión y le responde que vale, pero que un año solo, para no echar por tierra su propio argumentario.

Daenerys no debía de leer mucho a Kant, quien vino a decir que la libertad y la democracia son extrañas cuando se tiene que vender la propia vida. Por esa escena, sin embargo, se pasea una de las claves de nuestro presente. En efecto, la confusión de la reina ante su súbdito, el esclavo redomado, es común hoy. No todo el mundo distingue entre la libertad performativa (alguien te declara libre –tu khaleesi mismo–, tú te lo crees y voilá dónde está mi dragón que esto hay que celebrarlo) y la libertad verdadera. Entre la libertad real y la Real, ojo a la mayúscula. No es difícil, sin embargo, tirar del hilo del problema.

En Occidente conviven dos concepciones distintas de libertad. La primera viene de la Ilustración y la Revolución Francesa: la libertad viene acompañada, en el lema republicano, de dos condiciones sine qua non: la igualdad y la fraternidad. El ser humano es libre mientras viva en un marco de derechos, deberes, respeto y responsabilidad. Mucha letra pequeña. La segunda tiene su raíz en el Romanticismo: el hombre libre no necesita más adjetivos ni condiciones, no se deja sujetar por ninguna sociedad y se limita a hacer su voluntad, como el viajero de Friedrich ante el mar de nubes, o Thoreau en los bosques junto al lago Walden (que por cierto eran propiedad de un amigo, los pudo habitar gracias a que su madre le lavaba la ropa y los incendió en un descuido en 1844). En los versos del poeta romántico galés John Raymond Grate: «My Mind and Soul shall be free / And my Bollocks thirty-three».

Los tiempos son los que son y no está el mundo para tanto Lord Byron como hace dos siglos: ahora cuando te crees verdaderamente libre lo que buscas tras el mar de nubes no es medir tu espíritu con el Absoluto, no. Con una cuenta 'offshore' ya te vale. Tal vez con llevar a los zagales a un concertado –con una cuota asequible– para que no se mezclen con morenos ni alumnos con necesidades especiales ya la tienes, la Libertad, ya puedes hablar de Libertad con mayúsculas, todo el rato, y repetir tu argumentario. Uno que no explica demasiado el qué porque se vuelca en el contra quién: enemigos por doquier, de la Libertad: socialcomunistas filoetarras, ofendiditos separatistas, feministas bolivarianas. Y muchos. 26 millones mínimo, de hijos de puta. Y subiendo.

Pero yo, que soy todo eso y peor (no gano para chupitos), también la amo, a la libertad. Todo lo que me gusta, salvo tal vez la cascaruja de Solano y Eva Cagigal, es pecado, engorda o acaba ante la Audiencia Nacional. La encuentro sexi, a la libertad. Me pone. Y la ley trans, y la de eutanasia, me dan mucho gustico, y más me daría que la justicia de mi país despenalizara nuestra libertad de expresión en asuntos como las injurias a la Corona, o a la Guardia Civil, o las ofensas a los sentimientos religiosos, o las apologías y enaltecimientos que aún campan por el Código Penal, uno de los más duros del continente según el Consejo de Europa. Pero estos días el Tribunal Constitucional ha reforzado el delito de ultraje a la bandera, ese objeto inanimado, y el Supremo ha rechazado el tercer grado de los políticos catalanes presos. Me da vergüenza que mi país encarcele a más personas y durante más tiempo que la media europea, y me abochornan los malditos CIEs. Pero voy más allá, porque la libertad son muchas cosas, y opino que nuestro paro juvenil –el mayor de Europa, 43,9%– y nuestra edad media de emancipación son liberticidas. El precio de nuestros alquileres o de nuestros posgrados también lo son. Nuestra precariedad es liberticida. Nuestra desigualdad, nuestra exclusión social, nuestra despoblación rural o nuestra degradación medioambiental son un ataque frontal a esa idea tan bonita de ocho letras que tanto nos gusta manosear.

Ojo con tanto manoseo, o dejará de inspirarnos nada, y la postlibertad solo servirá para adornar nuestras querencias políticas, dudar de los resultados electorales que no nos gusten (en EE UU, en Venezuela o donde sea) y pegarnos con ella como si fuera un garrote. Postlibertad será lo que diga la reina. «Dracarys», incluso.

Fuente: https://www.laverdad.es/culturas/postlibertad-20201220004156-ntvo.html

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