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Entre el futuro de los partidos políticos y el momento populista Featured

Gaspar Llamazares/infolibre

“Sólo la ilusión o la hipocresía pueden hacer creer que la democracia es posible sin partidos”.

Hans Kelsen

 El presidente del PP ha dicho, olvidándose de los recortes sociales y de la corrupción, y en una demostración más de su madurez política, que el multipartidismo es lo peor que le ha pasado a la democracia española. También recientemente el exdirector de El País hacía lo propio en un artículo de opinión que titulaba Partidos políticos: ¿un mal necesario?, situando a los partidos como representantes de intereses de grupo frente al Estado como garante del interés general. Debería reeler a Sartori.

Lo primero que habría que precisar al Sr Casado es que el pluralismo de partidos existe desde los inicios de la democracia del 78, aunque es verdad que con el predominio durante décadas de un modelo de bipartidismo imperfecto y de alternancia en el gobierno, favorecido todo ello por un sistema electoral cada día que pasa menos proporcional. Confunde con ello el estado de polarización política con la pluralidad, lo cual es un error de análisis difícilmente disculpable en un dirigente y en el que él también tiene responsabilidad, pues las dinámicas conducentes a la polarización son más perniciosas cuando se producen en un partido mayoritario llamado a ocupar parte del centro sociológico. Su actitud con respecto a los pactos institucionales refleja no sólo la falta de calidad del ejercicio de su oposición política sino el reforzamiento de la tendencia polarizadora que es combustible para el populimo. Nada tiene que ver con la pluralidad, que es el estado natural de la Democracia.

En cuanto al Sr Cebrián, solo recordarle que no se conoce una democracia sin partidos salvo las populares o las ingeniosas propuestas orgánicas del Caudillo. Y como el mismo autor reconoce, los partidos políticos existen incluso en los regímenes totalitarios y también en las demoduras de reciente aparición, como una parte básica de su legitimación. No tiene sentido pues preguntarse si son un mal necesario. Definir a los partidos como un mal del sistema democrático es equivalente a definir el hidrógeno o el oxígeno como males del agua. El concepto democrático incorpora el concepto partido necesariamente. Otra cosa son las formas materiales que adopta esa parte del concepto. Por otra parte, también esto es combustible para un populismo que detesta entenderse como partido y pretende situarse por encima de los demás denominándose movimiento político y social, algo indefinible, pues todo lo relativo a las propuestas políticas del populismo tiene que quedar en estado de indefinición permanente.

Aunque lo que une las dos posturas, en apariencia tan dispares, es el rechazo del presente de la fragmentación y el papel de los nuevos partidos, el deterioro de la política y como consecuencia de la situación actual de agitación de la democracia española, y frente a ella, la reivindicación nostálgica de un tiempo pasado en que la democracia cristiana y el socialismo democrático ejercían de mediadores con la sociedad civil y dirigían tanto la reconstrucción de Europa después de la segunda guerra mundial, como décadas después la de España con la Transición primero (en la que una vez más se olvidan del PCE en el nuevo mantra anticomunista) y más tarde en la consolidación de la democracia.

Lo que no se preguntan es sobre las causas de la crisis de la representación y del deterioro de la democracia parlamentaria, iniciadas precisamente a partir del momento en que con la caída del muro de Berlín, aparecía ésta como la gran triunfadora del pulso con los regímenes del socialismo real, aunque más real que socialista.

Lo cierto es que la desaparición del adversario y la consiguiente reestructuración neoliberal, con la ruptura unilateral del contrato social que dio origen al estado del bienestar, junto al tránsito acelerado del modelo de sociedad productiva tradicional a la de consumo digital, están en el trasfondo de la crisis de legitimidad de la democracia representativa y asimismo de la pérdida de credibilidad en la mediación de los partidos entre la sociedad civil y el Estado.

Del partido de masas del Estado Social pasamos entonces al partido contenedor o atrapalotodo del neoliberalismo, en que la convergencia de programas en el ámbito socioeconómico se sustituyó por la sobreactuación identitaria y la ocupación del Estado, que parecía más propia del partido único. Es en este contexto, en que la crisis financiera convierte a los partidos de mediadores entre las clases sociales y las instituciones del Estado, en alineados o cómplices con los poderes económicos y en particular financieros, mediante las políticas de austeridad y los recortes sociales para la mayoría, en abierto contraste con el despilfarro del rescate de las entidades financieras y la corrupción política de la minoría del uno por ciento como se denunciaba en Wall Street. A esta crisis de credibilidad hay que añadir, junto al individualismo de la sociedad de consumo, la irrupción de la digitalización y las redes sociales y con ellas el fortalecimiento del activismo inorgánico y la ficción de la democracia directa como una alternativa al sistema al alcance de la mano.

Es desde la izquierda desde donde, a partir del 15 M, se organiza el mito de una democracia plebiscitaria de la mayoría, de lo emocional y de los principios innegociables frente a la democracia representativa del pluralismo, el diálogo, la negociación y el compromiso, entendida entonces como una maniobra compleja, opaca y decepcionante.

Los nuevos partidos y los partidos tradicionales creyeron poder expiar todas sus culpas incorporándose en mayor o menor medida a esta deriva populista, pasando del proyecto atrapalotodo del partido contenedor, al relato del movimiento y luego de los partidos populistas, de la sobreactuación a la polarización política frente al adversario y del personalismo mediático al liderazgo cesarista. Se asume el mito de la democracia directa y se acepta el terreno populista que entiende la política como una confrontación electoral y mediática permanente, lo que impide afrontar ningún acuerdo político. La agenda conceptual la marca el populismo tanto de izquierdas como de derechas. Esto sí genera un estado inverso al que plantea Cebrián, el Estado como mal necesario de la democracia populista. De ahí la huida del gobierno del Estado que ha realizado Podemos, encarnado en su líder, hacia el campo de batalla electoralista.

Pero existió también otro camino, el de la reforma fuerte para la renovación de la forma partido y el de la regeneración democrática, pero a partir de entonces, se prefirió el espejismo de momento populista que se ha convertido en una interminable campaña electoral, con una parálisis permanente de la gobernabilidad y una desafección cada vez más generalizada entre la ciudadanía.

Es evidente que a estas alturas ni la pandemia ha sido igual para todos ni salimos de ella más fuertes y solidarios. Tampoco la pandemia ha favorecido una mayor cooperación entre administraciones ni los necesarios acuerdos transversales para enfrentar la pandemia y para favorecer la recuperación sanitaria, económica y social de sus catastróficas consecuencias.

La pandemia no ha hecho otra cosa que poner en evidencia la crisis democrática y de gobernanza que ya venía de antes y a la vez acelerar alguno de los rasgos que, como el individualismo, la desconfianza, la distancia social y la digitalización, han favorecido la deriva anti política y el populismo. Pero al igual que existe otro camino para la forma partido, diferente de la vía muerta del populismo, también lo hay para la democracia representativa y su regeneración, a partir de los valores del diálogo, el compromiso, la cooperación y la solidaridad y de un concepto común de Estado y de país. Este último asunto es el de principal importancia. Sin un espacio común, las políticas nunca podrán tener un interés de Estado.

Fuente: https://www.infolibre.es/noticias/opinion/plaza_publica/2021/04/08/entre_futuro_los_partidos_politicos_momento_populista_118982_2003.html

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