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La fase de absorción o el gobierno progresista Featured

Enmanuel Rodríguez/ctxt

El ejecutivo de coalición es la culminación del 15-M, pero en la forma de su definitiva asimilación, o lo que es lo mismo en la constatación de su derrota

Se ha cumplido el primer mes de gobierno. Pronto para tener un diagnóstico más allá de algunas líneas generales. Y sin embargo, cabe hacer ya un balance sobre el ciclo que esta legislatura cierra, el largo periplo que se inició con la crisis abierta en 2007 y la irrupción de las plazas en 2011. 

Comencemos quizás por el principio. A pocos días del 15 de mayo de 2011, medios y políticos espetaban a las gentes de las plazas: “Si esto no os gusta, montad un partido”. Tres años más tarde había un partido. Otros cinco después, Podemos está en un gobierno de coalición con el PSOE. Entre tanto, algo más de ocho años demasiado complejos como para ser resumidos en fórmulas del tipo “al fin lo conseguimos”; fórmulas con las que la mayor parte de la izquierda se congracia con el nuevo ejecutivo constituido el pasado enero.

El 15-M tuvo su antigramática, esto es, su práctica contra las reglas de lo que tibiamente se ha llamado el régimen del 78. Las líneas de crítica eran bastante claras. En primer lugar, la denuncia del sistema político español fundado en el turnismo asimétrico del PSOE (verdadero partido de Estado de la democracia española) y una derecha basculante, que se explica por sus orígenes en el reformismo franquista. De forma explícita, en el 15-M se decía que la izquierda española (el PSOE, y también IU) era incapaz de presentar un proyecto de reforma política sustancial. En términos de aquella época: “PSOE-PP, la misma mierda es”. 

En segundo lugar, el rechazo práctico a integrarse en los marcos de la cultura política de la democracia española. Estos marcos distribuían a la población en torno a tres ejes fabulados: izquierda/derecha, centro/periferias, Constitución/terror. De forma muy resumida, en las plazas se declaraba: “No somos ni de izquierdas, ni de derechas”, “ETA está ya amortizada”, y, en un juego que ahora resulta casi impensable, se estableció una fuerte sintonía entre Madrid y Barcelona que solo tenía el precedente de las huelgas obreras de los años setenta.

En tercer lugar, el movimiento de las plazas no fue un “movimiento español” (y menos aún catalán). Su dedo apuntaba de forma clara a la “dictadura financiera”, y a una crisis de raíces globales. Los indignados se reconocían antes en Tahrir, en Syntagma, en los Occupy o en la Revolución de los Jazmines, que en las ‘glorias’ pasadas de la izquierda española en la Transición. Y reconocían antes a su adversario en los mercados financieros y en las instituciones europeas que en los poderes delegados del Estado y de las administraciones autonómicas. 

La potencia del 15-M y de la crisis política que se abrió entonces, su novedad, conjugaba estos elementos de un modo original. Su expresividad, su capacidad de movilización y contagio dejaba pocas dudas de que las piezas sobre la mesa se habían vuelto inservibles. 

En un ejercicio muy rápido podemos comparar esta antigramática del 15-M con la actual gramática política. Este ejercicio nos mostrará los límites y la neutralización de aquel movimiento: el 15-M obviamente ya no existe. Pero también nos debería mostrar cómo la “crisis de régimen”, que es solo el capítulo provinciano de una crisis más general de las formas democráticas modernas bajo presión de un capitalismo desbocado, también en crisis, se ha cerrado. En los términos del “régimen”, adscritos a la siempre limitada y distorsionante “historia de España”, estamos en una restauración. O si se prefiere, por seguir con nomenclaturas locales, en la crisis ya solucionada de la II Restauración española que se consagró en la Constitución de 1978.

Todo es cuestión de gramática. Pero ¿cuáles son esas reglas de la política actual, aquellas con las que también juega el gobierno de coalición? ¡Sorpresa! Son las de antes, si bien remozadas y acostumbradas a una mayor tensión.

Primera sorpresa: estamos de vuelta a la política nacional. En tiempos de crisis climática global, de incertidumbre sobre el futuro de la Unión Europea, de guerras comerciales en la salida incierta al incierto neoliberalismo financiero, de una ola de protesta que va de los chalecos amarillos a Chile, nuestra política no sale del estrecho perímetro que describe el triángulo del islote de Perejil, Finisterre y la desmantelada frontera de Figueres. La política española carece de todo horizonte que no sea ella misma. Por eso, frente a cualquier cosa que venga de fuera, “todos somos soberanistas”. Soberanistas a lo burro como Torra y Abascal, a lo progre como Errejón, o a lo retórico e impostado como todos los demás. En todo caso, ser soberanista hoy es como querer ser estrella de fútbol, pero conformarse con mirar a otros jugar al futbolín. 

Como provincia secundaria de la región europea, nuestro soberanismo es pantalla frente a problemas complejos y de difícil solución, síntoma de pánico en una posición social y geopolítica que se sabe precaria, cuando no condenada. A diferencia, sin embargo, de otras provincias en la que el soberanismo se expresa contra el “globalismo” o los migrantes, aquí podemos estirar los males históricos de la nación española, la “nación incompleta”, y entretenernos un par de décadas más con aquello de Catalunya y España. 

Segunda sorpresa: volvemos a ser de izquierdas. No se sabe muy bien en qué momento, cuál fue el punto de inflexión, pero hemos vuelto a la casa madre de la izquierda. Seguramente, la causa estuvo en un déficit de prácticas y de ideas, allá por los años 2013 o 2014, cuando el movimiento perdió fuerza de movilización. Sea como fuere, ‘nuestro partido’, Podemos, se ha convertido en una organización nítidamente de izquierdas, seguramente en la peor versión dentro de la panoplia de las tradiciones disponibles en la izquierda patria. Con su secretario general, su “organización organizada” en torno a la pareja regia, sus pretensiones de boato, responsabilidad y orden, hoy Podemos es el eurocomunismo redivivo. Una suerte de parodia de lo que era ya una parodia. Pero ¡ojo cuidao! con la solemnidad del gobierno del Estado.

Ser de izquierdas y del gobierno es probablemente la mejor garantía de que no pase nada, de estar condenados a la crítica en silencio. La celebración de la subida de las pensiones el 1% (básicamente la mísera actualización que tocaba), del SMI en 50 euros (vayan a cualquier pyme y comprueben su eficacia), la promesa de regular las casas de apuestas y la vaga tentativa de intervenir en los precios del alquiler... Aquí acaba la lista de éxitos del gobierno con Podemos. Pero se dirá “son avances y los avances, avances son”. Nada que decir pues.

La vuelta a la izquierda ha tenido además un poderoso coadyuvante inmunitario. La izquierda le debería agradecer a Vox, ese espantajo desgajado del PP y condenado a volver al PP, un papel que ella jamás podría haber tenido consigo misma. Si hoy somos de izquierda, y si hoy clamamos por un gobierno de progreso, que nos proteja y nos mime, es también por miedo, miedo a la involución, miedo a un recóndito país, que apenas representa el 15% de la españolidad. El día que venga un tercerismo de verdad, hecho de ‘pueblo’ y populismo, quizás ya no se sepa ni articular palabra. Pero de momento todo es Vox; y por tanto todos somos de izquierdas.

En lo que se refiere a la “agenda internacional” del Gobierno (expresión demasiada paleta para designar lo que más importa), y en la que se debería destacar su pretensión de reforma europea en una línea antiausteritaria, valga decir que tal cosa no existe. Sin duda, este es un Gobierno aprobado por la verdadera autoridad española, la Unión Europea y el Banco Central. Ensayo de gobernanza soft, intervalo entre nuevos coletazos de la crisis, respiro si se quiere en una evolución de los acontecimientos en los que será difícil que España vuelva a contar. 

En definitiva, concluyamos, el Gobierno de coalición es la culminación del 15-M, pero en la forma de su definitiva asimilación, o lo que es lo mismo en la constatación de su derrota. En adelante convendrá seguir el curso de los acontecimientos, las decisiones e indecisiones del Gobierno, sus meteduras de pata y sus aciertos. Pero lo fundamental no vendrá ni del gobierno ni de su oposición institucional. Quizás el único dato de la política española que hoy resulta significativo es el que cada barómetro del CIS muestra un poco más alto: los políticos y la clase política como principal problema del país, solo por detrás del paro.

Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.

https://ctxt.es/es/20200203/Firmas/30955/gobierno-de-coalicion-15M-podemos-emmanuel-rodriguez.htm

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