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Todos los fulgores, todas las muertes Featured

Pedro Costa Morata/La Opinión de Murcia

«Algo me oprime el pecho, porque la obras que se prevén para frenar estas inundaciones, el Proyecto Moisés, dado a conocer desde los años 1960, afectarán a este Lido y a los portos (nuestras golas) que comunican laguna y mar de fuera, alterando inevitablemente la orilla exterior, cuyas playas siguen llenas de literatura, arte y glamur»

Como cada cierto número de años, Venecia se ha visto invadida por las aguas del mar que la rodea, a impulsos de mareas extraordinarias y del viento del sureste. Se dice que esta última acqua alta es excepcional y que presagia tiempos duros para la ciudad, sometida, además, a un lento, pero perceptible, hundimiento directamente relacionado con su patente constructiva originaria: pilotes de madera como cimientos, soportando la piedra y el ladrillo en una unión atrevida (pero consistente durante siglos) del grupo central de islas de la laguna, al que se dio funcionalidad con el Gran Canal y la red casi inextricable de canales, puentes y pasajes que la vinculan e integran.

Venecia se asienta en el centro de una laguna (la formación geomorfológica que más se parece al Mar Menor en el entorno mediterráneo, con problemas, quizás mayores, pero mejor gestionados) que posee una relevancia que es, más que físico-natural, histórica y política, por albergar a la ciudad que durante algunos siglos y debido a un vasto imperio marítimo (que la historia denomina República Serenísima) llegó a ser determinante en el comercio y la política del Mediterráneo. El pasado está singularmente vivo en esta ciudad que tantos dan como moribunda, y yo destaco, de entre sus tradiciones sagradas el Sposalizio del mare, los esponsales que la ciudad celebra cada año por la Ascensión, un ritual en el que el dogo/alcalde entrega un anillo de oro a las aguas adriáticas, esencia y testigo de los fastos del pasado, renovando así un vínculo imperecedero. La historia de Venecia es apasionante y ha quedado impresa, de forma insuperable, en su geografía y monumentalidad, así como en la admiración que ha suscitado en propios y extraños. Pero su peculiar hechura y el situarse en el fondo del Mar Adriático, la hacen singularmente frágil, y será ese mismo mar que tanta gloria le dio, el que la acabe aniquilando.

De mi primer paso por Italia del Norte, en 1972, en una larga cabalgada hacia Viena, me quedan los recuerdos de la juventud y los ideales compartidos, las sorpresas europeas, la sonoridad de nombres tan sugerentes como San Remo, Verona o Trieste, con la peculiaridad sin igual de la ciudad de los canales, de la que quedó la foto con las palomas al reclamo del arroz y? una multa de circulación (por osado). No volvería a Venecia hasta 45 años más tarde, asustado más que asombrado por el gentío que ya impedía que las palomas pudieran posarse en la plaza de San Marcos.

Evocación platónica de la ciudad de los canales ya había conseguido la canción Venecia sin ti (1965) del magnífico Aznavour, una poética conjunción entre amores muertos y ciudad triste. Y, sobre todo, películas tan notables como Anónimo veneciano (de Enrico Maria Salerno, 1970) y, más todavía, Muerte en Venecia (de Luchino Visconti, 1971). Alegorías de los sentimientos frustrados y la muerte que acecha, ambas sitúan en tan sugerentes paisajes versiones distintas del destino tánico del amor: en la primera, un músico solitario, de final anunciado, quisiera recuperar, para sus últimos días, el amor perdido; en la segunda, un músico en crisis se encuentra con la fatalidad de un amor tardío y prohibido, que lo obsesiona.

Venecia es decadente por sobre cualquier otra nota global, y quizás por eso su poderoso atractivo es, únicamente, expresable por la música. Muerte en Venecia sería mucho menos de lo que ha supuesto en la historia del cine sin Mahler y la suavidad sugestiva de los pasajes más sublimes de su Quinta Sinfonía, que describen y acompañan todos los matices de la tristeza veneciana y del destino fatal del protagonista; y enriquece, genial y gozosamente, la obra literaria de su autor, Thomas Mann.

En esta rememoración de una urbe condenada (por desafiar a la naturaleza), me encuentro siguiendo los pasos, es decir, el fatum, del músico Von Aschenbach, un artista sugestivo al que Mann atribuye, en definitiva, el viejo y acrisolado impulso de los buscadores germánicos de la belleza veneciana. Y abandono la multitud ruidosa y absorbente (falta poco para el Carnaval) para cruzar la laguna y desembarcar en el Lido, en la barra arenosa que cierra la laguna (al modo de nuestra Manga) y sobre la que se distribuyen núcleos de población de calidad. Antes, he visitado la librería Acqua Alta, en cuyos muros se acumulan cientos de volúmenes, dañados y enmohecidos, testigos inamovibles del castigo repetido de mareas implacables.

Encuentro lo que busco, que es el Grand Hotel des Bains, majestuoso sobre el Longomare de Guglielmo Marconi, que fue el escenario en el que se filmó Muerte en Venecia y donde el propio Mann residió un tiempo en 1911. Me invade una sensación misteriosa e inquietante, que se agrava cuando inquiero por el cierre del hotel y las obras que se desarrollan, y me dicen que ha dejado de ser hotel y que se convertirá en edificio de apartamentos. La muerte dentro de la muerte, me digo apesadumbrado.

Es como si aquí todo tuviera que morir. Me he paseado por una Venecia pudriéndose (es inevitable sentir cierta pestilencia en los recodos más estrechos de algunos canales, y evoco el cólera que recorre, amenazante, la famosa película, hasta acabar con la vida de Von Aschenbach, reticente a la huida y sujeto fatalmente a su enfermizo amor); me he encontrado con un monumental símbolo balneario liquidado, y huyo ahora hacia la arena y el mar abierto, donde no puedo sentir más que un levísimo rumor de olas diminutas en este cul de sac mediterráneo.

Algo me oprime el pecho, porque la obras que se prevén para frenar estas inundaciones, el Proyecto Moisés, dado a conocer desde los años 1960, afectarán a este Lido y a los portos (nuestras golas) que comunican laguna y mar de fuera, alterando inevitablemente la orilla exterior, cuyas playas siguen llenas de literatura, arte y glamur. Un impulso me hace recoger unas conchas minúsculas y nacaradas, destellando sobre la arena prieta, que limpio y guardo como tesoros para salvarlas del desastre que viene, y para que puedan orlar recuerdos indestructibles, por más que tristes: de una belleza triste, frente a un mar triste, ante un futuro triste. (Y así poder salvarme a mí mismo).

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