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Espejos deformantes Featured

Albert Recio/mientras tanto

I

Vivimos unos momentos de gran convulsión, de resultado incierto, en que coexisten revueltas populares por abajo, como en Chile, Ecuador, Líbano, Colombia, Hong Kong, etc., con golpes de Estado como el boliviano y avances de la derecha fascistoide en muchos otros lugares (Brasil, Estados Unidos, Europa). El elemento común de todas estas convulsiones quizá se encuentre en la crisis del neoliberalismo y las tensiones de la globalización, pero la variedad de procesos y respuestas obliga a considerar la relevancia de otra serie de elementos y procesos que permiten explicar diferencias y especificidades.

Hay sin duda un malestar generado por los enormes costes sociales de las políticas neoliberales, la transformación de las estructuras productivas, el deterioro de las condiciones laborales, la evaporación paulatina de las políticas redistributivas y las angustias que generan los impactos del cambio climático. Sin embargo, que exista este contexto común no es suficiente para explicar por qué en unos lugares se producen revueltas con demandas progresivas y, en otros, una parte de la población responde en clave reaccionaria. Para entenderlo es necesario identificar otros muchos elementos, entre los que cabe considerar la tradición de organización y movilización social de la gente común, el tipo de instituciones que encauzan a la gente (por ejemplo, es evidente la relevancia de las confesiones religiosas en diversos países), el papel de los diferentes canales de comunicación, la estructura social de cada país, su tradición cultural, etc.

Todo ello hace que en un mismo contexto general se produzcan reacciones de signo muy diverso. La conciencia de cómo la gente vive una realidad se ve afectada por toda una serie de espejos transformadores que traducen dicha realidad en una visión que conduce a la acción y que explican que las mismas demandas de estas reacciones sean diferentes. En unos casos se trata de reivindicaciones de derechos básicos y más igualdad; en otros, del mantenimiento del statu quo a cuenta de generar nuevas exclusiones. La quiebra del ideal de una sociedad de clases medias está llevando en todas partes a un aumento de la radicalización de las perspectivas, a la vuelta a un clima de tensión social que, al menos en Europa, hacía tiempo que no se daba. Una radicalización que, además, tiene lugar en un momento en que los grandes modelos de transformación social o bien están en quiebra, o bien están en una fase tan incipiente de formulación que no constituyen guías válidas para la acción. Y, asimismo, en que el propio espacio de la política, aquel que siempre ha constituido un espacio central de movilización, está tan desprestigiado (por méritos propios y por manipulación cultural) que contribuye a aumentar el clima de confusión en el que se desarrollan las acciones y los movimientos sociales. Estamos inmersos en un contexto confuso en el que las propuestas irracionales encuentran un terreno propicio y en que las élites dominantes no sólo parecen obsesionadas con mantener sus privilegios a costa de lo que sea, sino que a menudo también son incapaces de cuestionar la construcción ideológica que han elaborado para legitimar su poder. Los intereses y las ideologías impiden, por ejemplo, afrontar con un mínimo de sensatez el reto de la crisis ecológica.

II

Cada país tiene su propio parque temático, su particular juego de espejos deformantes. España es, en este sentido, uno realmente complejo donde, a los factores que en todas partes provocan divisiones y tensiones (clases sociales y desigualdad, género, posicionamiento ante la crisis ecológica), se suma la cuestión de las nacionalidades, donde es más difícil articular respuestas sencillas a los problemas de la gente; algo que se traduce en el fraccionamiento de la representación política que ha salido de las últimas elecciones.

Un fraccionamiento que, sin embargo, muestra con nitidez cuáles son las vías de tensión. Para empezar la del eje izquierda-derecha, en la que se constatan dos cambios importantes respecto al pasado: por un lado, una mayor consistencia social del espacio de la izquierda (Unidas Podemos) respecto al PSOE, reflejo de que ha aumentado el peso de la gente que se ha radicalizado tras la última crisis y que experimenta, día a día, los diversos efectos del neoliberalismo radical —en campos como el empleo, la vivienda, los servicios públicos—, y por otro la eclosión de la extrema derecha radical como reflejo no sólo del independentismo catalán, sino también de los temores que generan la cuestión migratoria y el fantasma de la inseguridad. Es significativo que el voto de Vox se haya concentrado en los barrios y pueblos más ricos (muestra del pasado franquista de parte de las élites económicas), en zonas donde predomina un modelo productivo basado en la explotación feroz de los inmigrantes extracomunitarios y, sobre todo en la Comunidad de Madrid, en los pueblos de la periferia metropolitana donde predominan las urbanizaciones dispersas (gente aislada, obsesionada con la inseguridad que genera su propio estilo de vida). Que Vox haya subido y Ciudadanos haya bajado no es casual. La gente de Rivera llevaba tiempo haciendo un discurso (no sólo en la cúpula, sino en particular en la base social) reaccionario que al final ha sido capitalizado por la “marca auténtica”.

El otro gran protagonista es el reforzamiento de las organizaciones periféricas, no sólo en Catalunya y Euskadi sino también en Galicia, Cantabria, Canarias e incluso Navarra, donde la derecha actúa con una marca regional. Resultados como los obtenidos por Teruel Existe apuntan a que la crisis social se puede traducir en una eclosión de demandas locales que aumenten la entropía del sistema de partidos.

Parecería obvio que lo que se está planteando obliga a un replanteamiento de las políticas en clave social, ecológica y territorial. Pero, a corto y medio plazo, no parece que ello vaya a ser posible, porque diferentes dinámicas siguen orientadas a tensionar la realidad:

  • La derecha española está totalmente anclada en sus posiciones tradicionales y en su renuncia a revisar su cultura franquista. La apuesta clara del PP es esperar a que el proyecto de articular una especie de Frente Popular estable entre las fuerzas de izquierda y el conglomerado de fuerzas nacionalistas periféricas y regionalistas acabe fracasando y ellos vuelvan al poder. Nada muy nuevo en la historia del país, donde han proliferado los “bienios negros” y los gobiernos reaccionarios; gobiernos que, de triunfar, causarán un sufrimiento enorme sin resolver ninguno de los problemas estructurales a los que hay que hacer frente.
  • El mismo PSOE, que al menos a corto plazo es el único en condiciones de articular una alternativa, está demasiado atrapado en sus tradiciones, sus intereses compartidos y sus miedos para ser capaz de aceptar o poner en práctica propuestas de cambio y de explicarlas adecuadamente para minar los espacios de la derecha.
  • La izquierda en torno a Unidas Podemos es no sólo demasiado débil en términos organizativos y de implantación social, sino que carece de un proyecto sólido de cambio, de una estrategia, y por ello corre el riesgo de perderse en alguna jerigonza del camino. Lo ocurrido en los últimos meses en torno a su entrada en el Gobierno es una muestra de esta cuestión. No está claro si, de ser así, ello permitirá realmente introducir alguna transformación relevante o se diluirá en una mera participación de “artista invitado”. No se trata de un dilema sencillo de resolver, pero es obvio que lo tendríamos más claro si la presencia en el Gobierno estuviera acompañada de una línea de actuación definida. Y, sobre todo, si contáramos con un proyecto de trabajo orientado a reconstruir la base social necesaria para los retos que tenemos en términos de igualdad y crisis ecológica.
  • Por último están los nacionalistas periféricos, encerrados en su particular parque temático y demasiado predispuestos a ignorar la complejidad de niveles en los que se mueven las dinámicas actuales.

III

Si hay un lugar donde los espejos deformantes han conseguido alterar la visión este es Catalunya. El procés ha consistido en una enorme creación de realidad virtual que ha seducido a buena parte de las clases medias urbanas catalanas. Una creación que no se ha visto desacreditada ni con la falaz proclamación de la independencia ni con la evidencia de que no contaban con ningún apoyo internacional serio (una de las patas sobre las que se fomentó la movilización).

Es una realidad virtual en la que las pantallas se mueven en diversas direcciones. Ahora parece que hayamos vuelto a 1975 con la reaparición del “Llibertat, Amnistia” y la sustitución del “Estatut d’Autonomia” por el “Referèndum”. Una nueva realidad que trata de construir hegemonía a partir de meter en un mismo saco los juicios políticos al procés junto con todos los excesos represivos alimentados por la Ley Mordaza y la judicatura conservadora. No es algo nuevo. Hace un par de años Òmnium ya trató de forjar este imaginario colectivo con una campaña de “Lluites compartides” que trataba de explicar que todas las luchas obreras, vecinales, pacifistas, etc. formaban un mismo proceso unitario con las movilizaciones independentistas (cuando, en realidad, para todos los que hemos participado activamente en esos movimientos el independentismo casi siempre ha sido un cuerpo extraño, poco interesado en otra cosa que no fueran la lengua y el territorio). Ahora vuelven a la carga tratando de explicar que estamos en unos niveles de represión intolerables, denunciando la judicialización de los procesos entendida como plena libertad para que sus líderes hagan lo que les venga en gana. (Para cualquier sindicalista avezado resultaba incomprensible que un piquete de quinientas personas pudiera tener bloqueada la frontera de La Junquera sin que la policía actuara al poco rato.)

En este contexto la gente de izquierdas tiene dificultades para situarse y tener un discurso propio. Es cierto que en los últimos años han proliferado actuaciones judiciales y policiales represivas —la misma sentencia del procés tiene muchos aspectos peligrosos, como ha puesto de manifiesto el informe de Amnistía Internacional—, y también es verdad que siempre es mejor que las confrontaciones se diriman mediante el diálogo y la negociación política que por la vía judicial, que tener en la cárcel a diversos dirigentes políticos complica enormemente las respuestas políticas y que, por tanto, ninguna izquierda puede dejar de denunciar los excesos y el autoritarismo. Pero de ello se derivan dos peligros complementarios: por una parte, que esta crítica democrática pueda ser abducida por el lineal planteamiento independentista, y por otra que la situación se crispe en el interior de la familia de los comuns, entre aquellos a los que cualquier cosa que afecte al espacio independentista les parece directamente condenable y los que, en cambio, tienden a ser demasiado indulgentes con él (cualquiera que se mueva en los círculos de la izquierda catalana podrá advertir esta tensión). Moverse en un espacio de espejos deformantes es difícil, como ya nos explicó Orson Welles en La dama de Shanghái.

Más aún, la realidad de la política catalana, y por ende de la española, está afectada en exceso por la continua disputa entre ERC y Junts per Catalunya (y la impagable colaboración de la CUP). Es en gran parte esta disputa la que nos ha llevado hasta aquí y la que sigue pesando en la situación actual. ERC sabe que demasiada sensatez en Madrid les puede costar su verdadero objetivo principal: el Govern de la Generalitat. Y esto explica básicamente sus excesos verbales y sus salidas de tono (que ya costaron la aplicación del 155 y la convocatoria electoral de 2019). No está claro que, frente al peligro inmediato de una tercera repetición electoral (y la amenaza de un Gobierno ultra), vayan a optar por evitar lo peor, sobre todo porque tras tantos años de propaganda irreflexiva parte de sus bases viven en un mundo paralelo y no son capaces de entender que España sigue siendo para ellos un marco esencial. Y, además, hace tiempo que la gente de Torra y Puigdemont echó por la borda el sentido común de la vieja Convergència.

IV

Estamos en tiempo de convulsiones. El neoliberalismo ha generado un gran desorden económico y social que se manifiesta en niveles e intensidades muy diversas. La crisis ecológica ha dejado de ser tan sólo la pesadilla de unos pocos visionarios y está llamando a la puerta. Y existe una enorme confusión cultural para captar el signo de los tiempos. La izquierda —el conjunto de gente que sigue esperando el tránsito a una sociedad básicamente democrática, igualitaria (en términos sociales, de género y de origen étnico), ecológicamente sostenible, cooperativa, convivencial— tiene intuiciones pero se mueve en un ambiente confuso y carece de una vía clara de acción. Por esto más que nunca es necesario trabajar urgentemente para desarrollar instituciones, organizaciones y redes sociales que empujen los procesos sociales en la buena dirección y que generen un poso intelectual que ayude a orientarnos.

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