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No exageréis con lo del clima Featured

Antón Losada/El Diario

La cumbre del Clima llega a Madrid con la agenda climática en riesgo de deslizarse entre la creciente frustración y confusión de la opinión pública y su gradual desinterés hacia la etapa durmiente del postproblema

Seremos los primeros cuando haya soluciones disponibles que no resulten tan gravosas o no nos obliguen a dejar de hacer esas cosas que ya sabemos que son malas para el planeta pero que nos gustan tanto

Anthony Downs, el economista texano autor de la Teoría Económica de la Democracia, precursor de la teoría espacial del voto y el teorema del votante medio, ofrece un provocador modelo para, aplicando la racionalidad económica, tratar de interpretar los movimientos y prioridades de la opinión pública. Se trata del Issue Attention Cycle o Ciclo de la atención pública. La idea central del modelo de Downs (Up and Down with the Ecology, National Affairs, 1972) se basa en que nuestra preocupación por los problemas públicos, en este caso la ecología, viene condicionada, de manera inversamente proporcional, por los costes que las soluciones imponen en nuestra vida diaria. A mayores costes directos, menos interés o, si lo prefieren, más disposición a desentenderse.

Según Downs, los problemas públicos rotan entre cinco estados posibles: preproblema, alarma y euforia resolutoria, consciencia de los costes, desinterés gradual y postproblema. Asumiendo las limitaciones y fundadas críticas recibidas por el modelo, veamos cómo puede ayudar a entender el desconcertante caso de la preocupación por el cambio climático.

 

Durante los setenta y ochenta, la ecología irrumpió con fuerza en la agenda pública. Todos sabíamos que algo iba mal con los plásticos, con las lluvias ácidas, con los vertidos radiactivos en la Fosa Atlántica, con el efecto invernadero o con el fenómeno del Niño. Además de ser buenos, no estaba muy claro qué convenía hacer exactamente pero todos nos sentimos ecologistas, porque nadie quiere vivir en el mundo de Blade Runner o puede identificarse con los apaleadores de focas o los crueles balleneros japoneses o escandinavos.

El cambio de siglo encendió las alarmas y movió la cuestión climática hacia la euforia resolutiva. Una serie de crisis y eventos dramáticos hicieron a nuestras sociedades comportarse como el capitán Renault en Casablanca: indignarse porque aquí se juega mientras recoge sus ganancias. Islas de plástico en el mar, inundaciones, Fukushima o que los científicos pusieran fecha a la irreversibilidad del cambio climático, impulsaron la idea de que había que arreglarlo ya y habría de solucionarse antes de 2020, o 2030, 2040 o, como mucho, 2050. Las agendas públicas comenzaron a incluir, despacio y con objetivos timoratos, políticas y acciones que implicaban cambios estructurales, nuevos repartos de costes y beneficios, incómodas y costosas modificaciones de nuestros hábitos y costumbres de vida.

La Gran Recesión de 2007 disparó aún más esos costes y ralentizó aún más las prioridades. Todos somos ecologistas y hay que hacer algo ya, pero lo del carbón destruye puestos de trabajo, Madrid Central parece un exceso que no sirve para mucho, lo de las bolsas de plástico resulta muy incómodo; en realidad, usar combustibles fósiles es lo mejor para el planeta y dónde está el problema si he pagado para poder contaminar. Por no enumerar las continuas campañas de desprestigio de cualquier discurso o personaje que insista más de lo debido en la agenda climática.

La cumbre del Clima llega a Madrid con la agenda climática en riesgo de deslizarse entre la creciente frustración y confusión de la opinión pública y su gradual desinterés hacia la etapa durmiente del postproblema. Todos sabemos que es grave, que deberíamos hacer algo que marque la diferencia y que es urgente. Con las crisis y eventos mediáticos que surgen, nos activamos brevemente para dejar constancia de la preocupación y la disposición a hacer lo que haga falta, pero sin exagerar ni pasarse. Seremos los primeros cuando haya soluciones disponibles que no resulten tan gravosas o no nos obliguen a dejar de hacer esas cosas, que ya sabemos que son malas para el planeta pero que nos gustan tanto; nuestros gobiernos, por supuesto, también los primeros.

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