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Las personas y las cosas Featured

Bartolomé Marcos

Hace tiempo que sé que las cosas tienen alma y que, como los seres humanos, tienen todas su lado transparente y su lado oscuro, su angelical doctor Jekill y su malvado míster Hyde. Por ejemplo, los coches que nos acompañan a lo largo de nuestra vida a quienes decidimos en su día olvidarnos de andar (algo que en los últimos años he venido recordando “magnis itineribus” por la cuenta que me traía si quería seguir desgranando los granos de la granada de mi vida) para convertirnos en homo automovilísticus y genuinos urbanitas. Los coches también, como todas las cosas, tienen alma, porque los impregnamos de la nuestra y los asociamos con diversas etapas y experiencias. Iluminan nuestra vida cuando los estrenamos, o cuando la velocidad y la carretera despejada (algo cada vez más infrecuente, y, entre Cieza y Murcia, absolutamente insólito ya que es un viaje que, por definición, se hace siempre en penosa caravana de carros y enormes cajones) nos hacen sentir la sensación de que no hubiera límites y de que somos libres para atrapar la línea del horizonte. Los miramos y remiramos a cada momento, sufrimos si nos separamos de ellos aunque sea sólo para dejarlos estacionados un rato. Hasta les sacamos brillo echándoles vaho o llegando a humedecer con nuestra propia saliva un pañuelo para blandear la cagadita de pájaro que ha caído -¡maldición!- sobre el capó, el techo o un alerón del coche. Nos duele cada pequeño arañazo en su impecable, lustrosa y metalizada pintura, y sentimos como un doloroso desgarrón en nuestras carnes el rasquijón del cambio de marchas cuando las metemos mal. Pero luego hay que pagar las letras del banco, la cochera, la gasolina, el seguro, los impuestos, las reparaciones, o afrontar el disgusto de que, desagradecido y ajeno a tanto mimo, egoísta y caprichoso, nos deje tirados en la carretera a pleno sol (generalmente) o mientras diluvia (eso en otras latitudes, porque en estas…la lluvia ni rogando ni con el mazo dando), después de haber depositado en él todo nuestro amor y haberle prodigado tantas atenciones y desvelos.

Otro ejemplo es el de los ordenadores, de vida aún más efímera que la de los coches, y con los que solemos tener, al menos yo, una relación llena de luces y de sombras y hasta brusca y tormentosa en muchas ocasiones. A los ordenadores, además, les ocurre como a muchas personas: cuando menos te lo esperas, cuando todo parece ir como una seda, cuando mejor está funcionando la relación, cuando más fluida y engrasada parece, entonces, inopinadamente, se les cruzan los cables, te traicionan, se cuelgan y te dejan a ti también colgado y con cara de tonto. Vienen después los desquiciamientos, los insultos, y hasta las peleas con la máquina que parece poseída por los devaneos e inconstancias que sólo atribuíamos antes a la inconsecuente y contradictoria humanidad. Entonces aporreamos el teclado, pulsamos una y otra vez inútilmente el botón izquierdo del ratón, miramos a la pantalla, a la disquetera, al Cd Rom o al disco duro, exploramos como exploradores novicios e inexpertos el corazón de la bios cuyos comandos en inglés apenas acertamos a traducir y finalmente estallamos en ira, diciéndole de todo al aparato: la madre que te parió, pedazo de cabrón, hijo de puta…mientras la trastornada pero civilizada, fría y bien educada estructura de silicio repite impávida el mismo mensaje: error en el registro de sistema, y no hay dios que la saque de ahí. Como si nos dijera…es que ya no te quiero, es que se acabó el amor. Sí, las cosas tienen alma, llenan huecos, ocultan el vacío…

Desde la estratosfera, los seres humanos se divisan menos que el monte, el árbol o los edificios. Desde la estratosfera, nuestras grandes construcciones son sólo un bullente hormiguero de pasiones invisibles y ridículas. Pero, al microscopio, como las cosas, los seres humanos tienen alma también, un alma con su lado transparente y su lado oscuro. Así, una cosa es lo que sabemos que debería ser, lo que nos gustaría que fuese…lo que deberíamos ser y hacer, y otra muy distinta es lo que hacemos, lo que buscamos en realidad cotidianamente. Nos gusta la excelsitud, pero nos recreamos y refocilamos como cerdos en la vulgaridad y en la bazofia. Todos tenemos dos caras, por lo menos. Nos gustaría que nuestros hijos leyeran, pero nosotros no leemos nunca o casi nunca. Nos gustaría que vieran los documentales y programas de la 2, pero nosotros somos los primeros en elegir “Gran Hermano”, “Sálvame” o “La que se avecina”. Las escuelas, los institutos, las universidades, el gobierno, los políticos, todos dicen que leer es bueno, pero no se lo creen ni ellos, o quizá es que debe ser bueno siempre para los otros.

Sí, las personas y las cosas tienen alma, y, en todas, su lado transparente, y, en todas, su lado oscuro. Otra semana les hablaré más de mi tormentosa relación con los ordenadores y con los coches de mi vida.

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