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Pepe Haro

"La cuestión catalana paraliza cualquier dinámica que pretenda su desbloqueo. Y aquí radica el problema: hay dos polos en este conflicto que están vivamente interesados en su cronificación".

El pasado 21 de diciembre, Casado consideró que Sánchez había perpetrado un delito de traición al reunirse con Torra. Estaba otorgando a Cataluña la condición de Estado soberano que precisamente reclaman los independentistas: la traición implica un acto de confabulación con una potencia extranjera contra los intereses de España. Esto nos da una idea del trazo grueso que describe el discurso de una derecha que ha encontrado en el nacionalismo hispano más agresivo el sentido de su existencia. Efectivamente, para ese amplio espectro que va desde Ciudadanos a Vox, pasando por el PP y la baronía del PSOE, el principal y casi único problema que afronta este país es el del riesgo a romperse por mor de la acción de los 'enemigos de España'.

Este relato amenazante y profundamente exagerado (a día de hoy la unidad territorial del Estado no está en riesgo) ha encontrado su soporte en el victimismo de una derecha independentista catalana que insiste irresponsablemente en la vía unilateral para alcanzar sus objetivos, a pesar de que para tamaña aventura no cuenta ni siquiera con el 50% de la población.

Así pues, la cuestión catalana envuelve todo el debate político y paraliza cualquier dinámica que pretenda su desbloqueo. Y aquí radica el problema: hay dos polos en este conflicto que están vivamente interesados en su cronificación.

Por un lado, la derecha ha encontrado la cobertura necesaria para implementar su proyecto recentralizador y autoritario, hasta el punto de que no se sonroja cuando propone algo abiertamente anticonstitucional como suspender sine die el autogobierno catalán, paso previo a vaciar de contenido todas las autonomías suprimiendo, por ejemplo, sus atribuciones en sanidad, educación u orden público. La derecha, esta vez acompañada por la extrema derecha, recupera aquellos orígenes que la condujeron a votar No a la Constitución o a la autonomía andaluza por el 151. Y todo esto lo lleva a cabo, además, ocultando el conflicto social creciente y la escalada de corrupción que la atenaza, a ventilar en los tribunales en los próximos años. Carambola completa: mientras la sociedad se crispa y exalta a cuenta del conflicto catalán, no se habla de los salarios, las pensiones, los precios o las carencias de la sanidad. Tampoco de casos de corrupción actuales, como el Kitchen, que en cualquier país del mundo acapararía las portadas de la prensa (un gobierno utiliza a la policía para ocultar a los tribunales pruebas de la corrupción del partido que lo sustenta) y hubiera conducido, a estas alturas, a sus responsables ante la Justicia.

En el otro polo, el del unilateralismo independentista, rige igualmente el criterio de cuanto peor, mejor: a mayor represión del Estado (ojalá venga pronto ese 155 duro e indefinido), más posibilidades de expansión registra la causa secesionista, más quedará en evidencia el carácter represor y antidemocrático de un Estado que, de momento, ha encarcelado a políticos por delitos que no habrían cometido.

En este marco inquietante, que parece abocarnos a una situación no exenta de rasgos dramáticos, sólo cabe la acción política responsable, que no puede ser otra que la que se sustenta en el diálogo y la negociación. Ambos actores han de reconocer, en primer lugar, sus límites y carencias. El independentismo ha de asumir que no existe la vía unilateral por dos razones: tanto por la correlación de fuerzas en el Estado Español y Europa como por la falta de una mayoría suficiente (en la 'vía eslovena' se marcaba en dos tercios de la población) partidaria de la secesión. El Estado, por su parte, ha de asimilar que el modelo territorial del 78 está en crisis, y no sólo por la cuestión catalana, sino también por lo que puede venir de Euskadi y quizá de otros territorios. Avanzar en una propuesta federal-confederal, vía modificación de Estatutos de Autonomía, podría atisbar un principio de solución.

El consenso es urgente porque el coste del desacuerdo será de tal envergadura que compensa afrontar los riesgos del acuerdo. Si se cierra el camino del diálogo, se abre el de la barbarie.

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