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El lagarto y el tiempo Featured

Luis García Montero/InfoLibre

Un lagarto me invita a escribir otra vez sobre el tiempo. Toma el sol sobre la tapia del jardín, descansando su verde noble y su cabeza entre las ramas de la buganvilla. Parece que no le presta atención al abejorro que merodea sobre las flores cercanas. La casa de verano me permite regresar a mi hermandad infantil con los insectos y las cosas pequeñas, curiosidad por las orugas, las hormigas, las lagartijas, las avispas, mundos abreviados dentro del universo, acontecimientos tan disciplinados en su libertad como el sol y la luna, como la lluvia y las hojas secas del otoño.


Escribo mi hermandad infantil, no la hermandad infantil, porque no sé si los niños de hoy tienen en las ciudades el mismo trato callejero que tuve yo con las lagartijas y las orugas. Sé que no tienen el mismo trato con los dibujos animados. Mi padre compró el primer televisor a mediados de los años 60. Una tarde en la que el río Genil se desbordó, rompiendo el puente de Las Brujas y los tendidos eléctricos, mi madre consiguió que me sentase delante de la pantalla para ver una película de Guillermo Tell. Cambié el espectáculo embravecido del agua por la manzana y la flecha, pero al día siguiente tuve una buena conversación con mis amigos. Casi todos habían visto la misma película.


La televisión era entonces un animal casero, de carácter tranquilo y costumbres asentadas. Su prestigio de novedad tecnológica se llevaba bien con el tiempo de las estaciones, que pasaban sobre los descampados y las alamedas del río con un andar minucioso. Los niños debíamos esperar a que se cumpliese el horario de la primavera o del programa infantil para verlo a la vez y discutirlo después. El concepto de la espera formaba entonces parte de la vida, nos adiestraba en un mundo que no dependía de nuestra voluntad, sino de una dinámica colectiva, natural, exterior, que se relacionaba humildemente con la llegada del sábado por la mañana, el mes de junio o el horario de una serie de televisión.


Mis hijos, ya mayores, no se educaron en la película o en el programa compartido, porque la tecnología puso a su disposición una multitud de cadenas sobre las que hacer zapping. Tiene poco sentido una conversación con ellos sobre el programa de Nochevieja de Televisión Española o sobre el concierto vienés de año nuevo. Vaya uno a saber en qué compañía celebraron la noche y ante qué imágenes pasaron la resaca.

Pero no es sólo la variedad, es también el tiempo. Los hijos de mis amigos más jóvenes no esperan a la mañana del sábado para ver sus dibujos animados favoritos. Me quitan el móvil, teclean en la pantalla con una facilidad asombrosa para sus tres años, buscan el programa que desean y lo consiguen en el instante, ese que ellos quieren, en el momento que quieren, sin conocer el tiempo de la espera porque no tiene cabida en su demanda solitaria y todopoderosa.

Podemos decir que la tecnología ofrece herramientas que son buenas o malas según se utilicen. Está bien, pero la verdad es que las herramientas siempre han creado conciencia, y la ideología del mundo neoliberal, la que define a las personas como consumidores, lleva el mandato intrínseco y la misión cumplida de haber convertido al tiempo en una mercancía de usar y tirar, un mundo sin espera. El orgullo de la libertad nos aleja del relato común, de las historias compartidas.

Miro al lagarto sobre la tapia del jardín. Casi sin moverse, atrapa a la mosca que estaba esperando y sigue en su vigilante quietud. Ahora que casi he acabado el artículo me desconcentro, pienso que dentro de un rato voy a enviar un wasap a mis amigos para reunirlos esta noche. Pero el lagarto hace que me sienta poeta, que no trate con prisa a las palabras, que las tienda al sol. Releo tres veces lo que he escrito y luego decido ir caminando al bar de siempre, a la barra donde despacha cervezas un camarero que conozco desde hace más de 25 años. Quiero dejar un recado. Que ha dicho Luis que vayáis a su casa a cenar.

A ver quién viene. No sé quién tendrá tiempo a lo largo del día para ir al bar de siempre, hablar con el camarero de siempre y recibir un recado. Pienso que esto es la poesía, un diálogo con el tiempo, con las cosas de siempre en el mundo de hoy. Y, para ser sinceros, un diálogo también con el nunca. El camarero de siempre murió el invierno pasado. No quiero que su risa se olvide. Su presencia me hace falta para dejar recados y sentarme a esperar.

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