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La “magdalena de Proust” en la novela “Cruzar el río”, de Rosa Campos (y II) Featured

Bartolomé Marcos

En mis años mozos, allá cuando no tenía más de 15 o 16, devoré, en la Biblioteca Pública Municipal de Cieza, que estaba en los bajos del edificio de los Juzgados, en el Camino de Murcia, a cargo (como funcionaria municipal encargada) de la inolvidable Solita (Soledad Valchs), devoré –iba diciendo-  todos los libros de la por entonces muy conocida autora de novela rosa, Luisa María Linares, que publicó auténticos best sellers entre 1939 y 1983, extraordinaria novelista (dejando aparte los prejuicios sobre el género), y un prodigio donde los haya de gancho, interés, entretenimiento, eficacia comunicativa y gran fluidez narrativa. Antes que la Yourcenar de las “Memorias de Adriano”, que vendría después para quedarse, Luisa María Linares me apasionaba. “Romanticoide corintelladesco” que era uno, se ve. Pues muy bien, a mucha honra, aunque he de decir que también me gustaban bastante Émile Cioran, Vargas Llosa, García Márquez, Fernando Savater, toda la novela del Oeste y los comics de Tintín y su perro Milú, Hernández y Fernández, Bianca Castafiore o el profesor Tornasol. Y, por supuesto, el Capitán Trueno. Vamos, resumiendo, que me gustaba leer y leía todo lo que se ponía al alcance de mis manos y mi vista. Pues bien, decía Luisa María Linares, que el lector, algo tan importante y vital en literatura, va buscando una novela que le guste, y que, en sus novelas, las de Luisa María Linares, encontraba el lector la alegría de vivir, el optimismo y la paz espiritual, tres cosas que podrían muy bien decirse también, mutatis mutandis, de la literatura que cultiva con amoroso mimo Rosa Campos Gómez, eso sí con un pelín más, en su caso, de combativo (pero no estridente, ni chirriante, ni desabrido) feminismo, de tenaz y vibrante defensa del papel de la mujer en la sociedad, en pie de igualdad, algo que queda muy claro ya desde las dedicatorias iniciales de “Cruzar el río”, una, nada menos que a la gran Virginia Woolf:  «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción”, dejó dicho y escrito.Y otra a Doris Lessing, feminista, comunista, anticolonialista, premio Nobel de Literatura y no sé cuántas cosas más. Bueno, en realidad bastantes de esas cosas también las integra Rosa en su persona y definen su personalidad, con naturalidad y sin jactancia, con la discreción que la caracteriza… salvo el Premio Nobel, que aún no se lo han dado.Claro que la tercera dedicatoria es a un hombre, llamado Juan   Manuel, su Elías real de carne y hueso, un hombre íntegro,  bueno y cabal. En la dedicatoria a este último queda claro uno de los principales afanes de Rosa Campos en esta novela, su defensa, su apuesta por la familia. Por eso, “a Juan Manuel y a la familia que hemos creado en esta tierra grande”…que dice ella, que dice Rosa Campos… que se la dedica a él también, a Juan Manuel, a su esposo, que lo valiente no quita lo cortés…

Cruzar el río” es novela apacible y sin estridencias, sin ruido (aparte el del Renault  4 L que transporta a la familia de vuelta a las raíces, al refugio rural feliz de Segisa) aunque con intenso drama humano y aroma a pueblo. Es un relato como su autora, mesurada pero nerviosa y vitalista, inquieta, comprometida. Y Rosa Campos está en toda la novela, en los personajes de Amalia – la Rosa más serena y madura- y de Desta- la Rosa más revolucionaria y hasta “calagótica” (sic) como bien refleja, en expresión y contenido, su complementario diario personal: “Y de fracasada ni una pizca, no tener un trabajo pagado no te convierte en eso, si lo creyera estaría menospreciando a todas las mujeres de la historia, las que han levantado a sus familias sin que nadie les pague por nada. Estaría despreciando el trabajo de mi madre. El fracasado es el sistema social que nos relega a la nada. ¡Cuánto que cambiar!”

La “magdalena de Proust”, sumergida en té caliente para provocar la explosión de sinestésicos recuerdos que llenan esta sensorial novela, son aquí, en “Cruzar el río”, las sabrosísimas  migas ruleras combinadas con deliciosos granos púrpuras de granada, que prepara el abuelo Pascual, que funcionan como embriagador y mareante revulsivo para retrotraerme a mí mismo a una remota y casi inverosímil adolescencia, en la que me veo sentado en el poyo de mi casa de siempre en el Paseo, al caer la tarde, con las calles todavía oliendo a sol y al agua gris que usaban las mujeres para baldear calzada y baldosas, refrescando el ambiente, y mientras leía una novela del oeste o una de las 32 que publicó Luisa María Linares, al tiempo que –a despecho del colesterol malo que por entonces sólo era para nosotros una improbable distopía,  devoraba –aquí sí, literalmente-  un sabrosísimo y sustancioso bocadillo de sobrasada. Gracias por tu libro, Rosa, porque está lleno de vida y porque a mí también has sabido transportarme a la recuperación del tiempo de mi infancia. Gracias.

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