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¿Ideas claras sobre Cataluña? No es tan difícil Featured

Pedro Costa Morata/Cuarto Poder

«El espectáculo de cierta izquierda en prieta formación con la burguesía catalana más corrupta y perniciosa desarma el entendimiento y abona el disparate»

«Un nacionalista podrá considerarse izquierdista o ecologista, pero a un izquierdista o ecologista le está lógica, ideológica y socialmente vedado sentirse nacionalista»

«Las izquierdas han hecho dejación de funciones y han permitido que cunda y se amplíe un sentimiento antiespañol radicalmente carente de justificación»

·         Para no desorientarme demasiado, ni innecesariamente, mi base reflexiva de partida sobre lo de Cataluña viene siendo ecologista. De ahí el escándalo que me produjo –y así lo escribí en vísperas de las elecciones catalanas de septiembre de 2015– contemplar a Raúl Romeva, antiguo militante de ICV y en ese momento identificado como ecosocialista, encabezar la lista unitaria que pujaría por una mayoría independentista en esas elecciones. Creía y creo que la doble condición del ecosocialista –término relativamente reciente que ha entrado pronto en degradación ya que, en lugar de aunar exigencias, parece utilizarse más bien para diluir entidades ideológicas– impone un doble alejamiento del nacionalismo. Y añadía que el espectáculo de cierta izquierda (variopinta) en prieta formación junto a la burguesía catalana más corrupta y perniciosa, quizás, del último siglo, desarma el entendimiento y abona el disparate. Esa izquierda demostró haber abandonado –sus representantes sabrán si temporal o definitivamente– las prioridades y deberes de su papel en la sociedad, y vendió su alma al diablo ya que el valor independencia, tan manipulado y relativo, no puede ser sustancial, y menos superponerse a las exigencias irrenunciables –tanto si son sociales como si son ambientales– de una realidad declinante que necesita valedores y defensores con ideas claras y objetivos innegociables.

·         Sostengo, pues, que no es admisible que la izquierda o el ecologismo se consideren nacionalistas, por ser absolutamente contradictorio; y para ello planteo que se diferencie el uso de los términos nacionalista, socialista (izquierdista, en general) y ecologista según se usen éstos como sustantivos o como adjetivos: un nacionalista (de sustantivo) podrá ser o considerarse izquierdista o ecologista (de adjetivo) pero a un izquierdista o ecologista (de sustantivo) le está lógica, ideológica y socialmente vedado sentirse nacionalista. Y en ello me reafirmo, porque mi experiencia ecologista en Cataluña (y en el País Vasco) me ha hecho ver y entender todo esto en primera línea y de primera mano, así que considero consolidadas en mí estas reflexiones.

Los acontecimientos últimos que, aunque nos han amenazado durante meses, nunca imaginé que acabaran siendo tan tragicómicos, han confirmado el desatino de un independentismo que pretende ser fundado, convincente e incluso arrollador, pero que acaba siendo iluso, amarillo y fatuo. Cuando contemplé al contundente parlamentario Tardá, de ERC, encarándose con Bárcenas y le escuché decir que querían la independencia para librarse de la corrupción general del Estado, no supe si reírme o echarme a llorar: qué ingenuo, me dije, que tontería acaba de decir. Cuando escuché en una entrevista en televisión al imperturbable Junqueras, que apelaba a su condición de “buen cristiano” para que se le reconociese su derecho a la independencia, no supe si reírme o echarme a llorar: qué chorrada, Señor, me dije, qué ridiculez acaba de proferir. Cuando sin encomendarse a Dios ni al Diablo, estos líderes y sus huestes se decidieron por la DUI teniendo a sus espaldas un 36% del voto emitido favorable, me pareció que deliraban, que nos comprometían y que era inevitable pararlos en seco. Y cuando he contemplado al ex president Puigdemont desatarse en Bruselas en una indescriptible sarta de estupideces, justificando su vergonzosa huida en el carácter dictatorial del Estado español, no sabía si reírme o echarme a llorar: qué mentecato, me dije, qué falta de estilo y de carisma; aunque merece, en realidad, que se le compadezca, ya que este personaje, carente de cualidades, ya anunció que no sería él quien declarase la independencia, seguramente reconociendo sus limitaciones, y si ha tenido que hacerlo lo ha sido en las peores condiciones y en ausencia de cualquier valor político y personal: su “exilio” es, simplemente, ridículo, y su paripé carece de salida digna. (Cuando, al final de la escapada y por razones de Estado, sea el rey Borbón, evocador de 1714, quien firme el indulto tras las severas condenas a las que se están haciendo acreedores, y no lo rechacen, perderán la última oportunidad de decencia política de que dispongan…)

Todo eso –comprobar que el lío armado es responsabilidad de gente de ese fuste– como que tranquiliza. Pero es verdad que las izquierdas, estatales o catalanas, antiguas o modernas, han hecho dejación de funciones y han permitido que cunda y se amplíe un sentimiento antiespañol radicalmente carente de justificación. Los espacios de reflexión social y política han ido vaciándose para acabar siendo ocupados por la ideología general del particularismo. Que esto se haya agudizado durante esta crisis, que el capitalismo dirige tan eficazmente contra las clases populares, reafirma la tragedia de la casi desaparición de la izquierda necesaria.

Recordemos que Cataluña se diferenció del reino franco en el siglo X, encaminándose junto con los demás reinos cristianos a su poniente hacia la conclusión de su misión reconquistadora; para fusionarse pronto (1137), por matrimonio de conveniencia, con el vecino reino de Aragón: de aquí no puede deducirse diferenciación drástica alguna, ni por razones de lengua ni por peculiaridad en el esfuerzo bélico contra los musulmanes: aquella Cataluña hizo lo que simultáneamente hacían aragoneses, navarros, castellanos y asturleoneses, y en conjunción con esas otras entidades políticas en numerosas ocasiones, incluso cuando la Corona de Aragón consideró concluido su esfuerzo reconquistador en el siglo XIII. A partir de ahí, el Condado de Barcelona, o de Cataluña, ha estado estrechamente vinculado a la España histórica en todas sus fases exigiendo, y en general obteniendo, el respeto para sus instituciones (sin que puedan ignorarse los episodios de enfrentamiento con el Estado del momento, en 1640-52 y 1700-14, que acabaron en duro castigo).

 

Pero no seré yo quien planee ser injusto con Cataluña, ni mucho menos, aunque no me moveré ni un ápice del análisis político, que debe ser el marco irrenunciable, en sentido estricto y en sentido amplio. Así, me parecerá muy bien que la “cuestión catalana”, tan larga en el tiempo, se plantee de una y verdadera vez, pero no sobre la base de que “España nos roba” o de la insolidaridad con las regiones cuya pobreza tiene mucho que ver con su riqueza. Porque es inmensa la deuda que Cataluña tiene con España, y más concretamente con regiones como Extremadura, Andalucía y Murcia, es decir, con las poblaciones más desfavorecidas que han hecho posible con su esfuerzo, su sudor y sus lágrimas, su alto nivel de vida. Quienes han participado, decisivamente, en su bienestar y en su diferenciación, por arriba, respecto del total de España, tienen importantes derechos sobre Cataluña, aunque en ellos no se incluya el voto. Y esta deuda es tan gigantesca como imposible de evaluar: personal y familiar, económica y cultural, histórica y afectiva…

Pero recapitulemos, reconociendo que la opción de la independencia es real y puede resultar siendo inevitable: Cataluña no puede optar por ninguna vía ajena a la del conjunto de España ni con el 36% del 1 de octubre ni con el 51%. Es evidente que, si de opción electoral o de plebiscito para la independencia se trata, este porcentaje debe ser bastante más alto, es decir, más nítido e incontestable, que habría que evaluar como mínimo en dos tercios (66%), para que pudiera darse por zanjado este problema histórico y evitar así un enfrentamiento civil más que probable.

 

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